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Servía en la venta, asimesmo, una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera.

-Ahí está el toque, señora -respondió Sancho Panza-: que yo, sin soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi señor don Quijote. ¿Cómo se llama este caballero? -preguntó la asturiana Maritornes.

En cambio, pocos eran los mozalbetes de la capital que no supiesen de memoria algún párrafo del célebre folleto, no para admirar su entonación severa y su lenguaje profético, sino para tornarlos en irrisión. ¡Á tal punto de vituperable impudencia y frivolidad había llegado la juventud asturiana! Martinán el tabernero no se daba por vencido. Jamás había llegado el caso.

Un día dijo el tío Manolillo , por mejor decir, una noche... estaba yo en una casa de vecindad... tenía en ella un entretenimiento: una doncella asturiana que me ayudaba á comer mi ración; era ya tarde; de repente, en el cuarto de al lado, gritos, gritos desesperados, arrancados por un dolor agudo; gritos de mujer acompañados de invocaciones á la Madre de Dios.

Andaban éstos en pandillas retozando por la romería, riendo, gritando, sin querer tomar parte en los bailes, como si otra vez tuviesen gana de gresca. En medio del campo, en el espacio más abierto, se había formado una gran danza, los hombres á un lado, las mujeres á otro, unos y otros cogidos por el dedo meñique. Cantaban una antigua balada asturiana.