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Su egoísmo candoroso, pero fuerte, estaba cansado de pensar en los demás, de olvidarse a mismo, no quería más tiempo de servidumbre, y si Ana se quejaba, su marido torcía el gesto, y hasta llegó a hablar con voz agridulce de la paciencia y de la formalidad.

Tal era el hijo del maestro herrador, Tomasuelo. Desde los diez y siete hasta los veinticinco años que ya tenía, estaba como en cautiverio agridulce. Jamás Nicolasa le dijo que le amaba de amor, y jamás le quitó la esperanza de que tal vez un día podría amarle.

Yo dije al conserje: eso que se ve en esa piedra, es la estátua de la malicia; la malicia es el talento de la ignorancia, y Voltaire, el jefe de la Enciclopedia, el primer revolucionario de su siglo, el Robespierre literario del mundo, la admiracion y el susto de la historia, Voltaire, señor conserje, es algo más que un ignorante. El conserje hizo un gesto agridulce.

En las interesantes «Memorias de Sara Bernhardt», hay un episodio sencillísimo sobre el cual probablemente la atención de muchos lectores resbalará distraída, pero que me impresionó fuertemente por ser un «momento interior» que retrata con admirable fidelidad esa agridulce emoción de orgullo y de coquetería que constituye cuanto las almas artistas encierran de más indeclinable y substancial.