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D. Salvador silbaba, cantaba vidalitas, pero se aburría, porque D. Salvador era hombre social y le gustaba en extremo echar su párrafo. A eso de las 8 de la mañana, le pareció distinguir bastante lejos, como a una legua larga, a un viajero que, montado como él en una mula, trepaba una cuesta.
No suenan en mi oido las dulces vidalitas Que en medio de la noche modula el tucumano, Ni los sentidos Tristes que repite el riojano, Ni el alegre cielito que el porteño hace oir; Cantares de mi patria, al abrir yo mis ojos Susurrabais suaves á la par de mi cuna, Y vuestro éco inefable en las noches de luna Es música del alma que el alma sabe oir.
Luego, de allá, del fondo de la memoria, surgía la figura de un semigaucho, que con reminiscencias de vidalitas, ofrecía su mazamorra batida, y tras él un negro pastelero, que silbaba y muy echado para atrás, muy ventrudo, llevando en la cabeza un gran cajón de factura, soplaba como un fuelle: "ta tapao; meté la mano".
Palabra del Dia
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