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Actualizado: 23 de julio de 2025
Tras de la cólera y la confusión vino el abatimiento, y se sentía tan rendida físicamente como si hubiera estado toda la mañana ocupada en alguna faena penosa. Quitose con pausa los trapitos domingueros que se había empezado a poner, y volvió a llamar a la mona para decirle: «No hagas más que unas sopas de ajo. El señoritingo no vendrá a almorzar, y si viene le acusaré las cuarenta».
Sus cuellos altos, sus corbatas de vivos colores, llamaban la atención de las mujeres que trabajaban en el carbón, pobres seres enflaquecidos por el trabajo y la bebida, que siempre tenían algo que pedir al ingeniero para remedio de su maternidad miserable. ¡Chicas: nos lo han cambiado! se decían; ya no es don Fernando: parece un señoritingo de los del Arenal. ¿Quién será la novia?...
Pero no estaría seguramente, porque eran las once de la noche, y el señoritingo no entraba ya nunca antes de las doce o la una... ¡Quién lo había de decir; pero quién lo había de decir...!, aquel cuitado, aquella calamidad de chico, aquella inutilidad, tan fulastre y para poco que no tenía aliento para apagar una vela, y que a los dieciocho años, sí, bien lo podía asegurar doña Lupe, no sabía lo que son mujeres y creía que los niños que nacen vienen de París; aquel hombre fallido enamorarse así, ¡y de quién!, ¡de una mujer perdida...!, pero perdida... en toda la extensión de la palabra.
Palabra del Dia
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