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Baja al portal, que un pillo ha tirado una pedrada al farol, y lo ha roto. ¡Pero, don Manuel, si no son más que las dos! ¿Se quiere usted llevar ya a las niñas, y aun no hemos roto la piñata? Aquella noche estaba rejuvenecido el buen señor. Gozaba por todos los jóvenes, como los místicos gozan en una comunión general.

Pero dígame vuesa merced, señor mío, y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por curiosidad no más: ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata? -, muchas veces -respondió el autor. -Y ¿cómo la traduce vuestra merced en castellano? -preguntó don Quijote. ¿Cómo la había de traducir -replicó el autor-, sino diciendo olla?

Pues, ¿y en Carnaval? Las mascaradas caprichosas, los confites arrojados de la calle a los balcones, y viceversa, el entierro de la sardina, los cucuruchos de dulce de la piñata, todo lo disfrutaba la hija de la calle.

Por debajo de él pendía una multitud de cintas de varios colores, todas las cuales, menos una, quedarían en las manos de las señoritas, al tirar por ellas. A la que diera con la cinta que abría la piñata se le adjudicaba el globo, cargado, sin duda, de confites, y, según se decía, de chucherías muy lindas.

Podían estar allí Fulano o Mengano, con los cuales, el buen papá, no quería compartir ni la atmósfera. El año anterior, don Mateo había tratado de resucitar el antiguo baile de Piñata, de imperecederos recuerdos para todo buen sarriense, que se celebraba en el primer domingo de cuaresma. Este año, el incansable viejo volvió a la carga con más ardor.