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Así es que sólo quería agradar de puro bondadosa: por donde resultaban en ella una naturalidad, una modestia y un olvido aparente de su propio mérito, que encantaban y pasmaban.

A las nueve de la noche en verano, y a las ocho o antes en invierno, mandaba acostar a los niños, y desde entonces, hasta las once, y a veces hasta más tarde, tenía tertulia, en la cual se discreteaba, y a la cual rara vez asistía el señor Roldan, que no presumía ni podía presumir de discreto, y a quien las discreciones de su mujer pasmaban y enorgullecían, pero al mismo tiempo le excitaban al sueño.

Creció su admiración al observarse en clase contestando con relativa facilidad a las preguntas del profesor y al notar que se le ocurrían apreciaciones muy juiciosas; y el profesor y los alumnos se pasmaban de que Rubinius vulgaris se hubiera despabilado como por ensalmo. Al propio tiempo hallaba vivo placer en ciertas lecturas extrañas a la Farmacia, y que antes le cautivaban poco.

El primer día después de su llegada pasó largas horas en el laboratorio con su hermano, y en los siguientes recorrió de un cabo a otro las minas, examinando y admirando las distintas cosas que allí había, que ya pasmaban por la grandeza de las fuerzas naturales, ya por el poder y brío del arte de los hombres.

Otras, suspensa la mano sobre el bastidor, miraban a las monjas y se pasmaban de su serenidad. En aquel instante apareció en la sala una figura extraña. Era Sor Marcela, una monja vieja, coja y casi enana, la más desdichada estampa de mujer que puede imaginarse.

Se creía el señor Infanzón en el caso de comprender el entusiasmo artístico del sabio mejor que las señoras, quien por su natural ignorancia tenían alguna disculpa si no se pasmaban ante un cuadro que no se veía. Buscó alguna frase oportuna y por de pronto halló esto: ¡Oh! ¡mucho! ¡evidentemente! ¡conforme!