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Decía yo, que a la llegada de las galeras de que era general mi padre, y entre las damas y caballeros que a su llegada habían acudido y ocupaban los estrados en la orilla, dispuestos, estaba mi madre, sin más compañía que la de dos tías, viudas y ya ancianas, que eran los únicos parientes que la quedaban, y tan hermosa, que unos versos que un enamorado suyo, poeta tan desdeñado como los otros que no eran favorecidos de las musas, la compuso, decían: Porque copien un instante los encantos que atesoras, sus puras linfas sonoras impulsa Bétis amante; y las ondas, al pasar, murmuran en su tristeza, recordando la belleza que ya no pueden copiar.

¡Qué holganza para el niño hallarse lejos de la facha torva del abuelo, y encima de aquellas cuadras silenciosas del caserón, donde se acostumbraba encender velones y candelabros durante el día! Cuadras sólo animadas por las figuras de los tapices; fúnebres estrados, brumosos de sahumerio, que su madre, vestida siempre de monjil, cruzaba como una sombra. Las criadas le querían de veras.

Las galas al uso, la continua genuflexión, el ambiente de los estrados y todo el artificioso juego de sentimientos alambicados o fingidos, todo aquel estoraque, todo aquel histriónico afeite de la vida cortesana, agravado por los exquisitos refinamientos «que», según don Íñigo, «la prudente malicia de los extranjeros brindaba a los españoles para afeminalles el valor», habían concluido por cubrir con mentirosa envoltura la austera fibra castellana de don Alonso.