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Ningún hombre aparecía a la vista; en el fondo, tras la sencilla cortina de rojo terciopelo, con las armas de Butrón bordadas en el centro, que cerraba la emboscadura del teatro, adivinábase, sin embargo, algo masculino, algún espíritu no santo que tosía y estornudaba como el resto de los mortales, porque dos toses y un estornudo, habían llegado al oído avizor de la señora de Barajas, que estaba allí cerca; tocó con el codo a su hermana, diciéndole muy bajo: «Aquí hay duendes»; y la otra, sin volver la cabeza, contestó muy seria: Robinsón y su negro Domingo, que se habrán constipado en la isla desierta.

Por ejemplo: abría los ojos con travesura incomparable; estornudaba con redomada picardía; apretaba con su manita el dedo de cualquiera, tan fuerte, que se requería el vigor de un Hércules para desasirse; y aún hacía otros donaires, mejores para callados que para archivados por la crónica.

El que bostezaba, se santiguaba sobre la boca abierta de par en par, a fin de impedir que Satanás se le entrase por ella aprovechando la conyuntura, y a la persona resfriada que estornudaba, se le decía con el mismo objeto: "Jesús lo ayude". Un notario, que era especialista en escrituras falsas para despojar a viudas, huérfanos y tilingos, y abanderado de todas las cofradías, que hacía punta en las procesiones y andaba permanentemente acorazado con escapularios benditos, llevaba sus precauciones contra el diablo en la mesa, hasta trazar una cruz preventiva sobre cada bocado que se llevaba al buche; y al finalizar sus picardías, defraudando al diablo y al infierno, se fue "derechito al cielo", arrepentido y contrito y "confortado con los auxilios de la santa religión", como rezaban los avisos fúnebres.