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Actualizado: 19 de julio de 2025
Al llegar el invierno, aparecía siempre en la plaza algún aragonés viejo llevando a la zaga un muchacho, como bestezuela asustada. Le habían arrancado a la monótona ocupación de cuidar las reses en el monte, y lo conducían a Valencia para «hacer suerte», o más bien, por librar a la familia de una boca insaciable, nunca ahíta de patatas y pan duro.
La España de hoy es sorda a irrumpir de metralla ahita de laureles en cesáreas batallas, no quiere ya ser cuna del Cid y de Pelayo, de la Armada Invencible, los Tercios, Dos de Mayo, la que hizo de los pueblos haz de suelo español en que no se ponía la hipérbola del sol; ramo de oliva porta en sus divinas manos, que no quieren teñirse en sangre de cristianos, consiguiendo el arrullo de la fabla rimada lo que soñara en vano tiranizar la espada.
Pepa Frías, si no comía porque estaba ahita, pellizcaba en las frutas y confites, teniendo detrás de su silla a Calderón, Pinedo, Fuentes y otros tres o cuatro caballeros maleantes que gozaban en tirarle de la lengua. No se la mordía, en verdad, la fresca viuda. Se defendía admirablemente de todos ellos parando y contestando los golpes con maestría. ¿Dónde dice usted que tiene gota, Pepa?
Palabra del Dia
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