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Todos estos temas, tratados en forma somera e inhábil, a la buena de Dios, en parloteo superficial, de mujer exenta de ilustración y de luces literarias, son temas universales, empequeñecidos, claro está, por mi poquedad reflexiva y lo alicorto de mi espíritu de percepción. Ya sabéis que empiezo a escribir ahora.

Pero, como va insinuado, no nos referimos a estas planchadoras, sino a las otras, a las señoritas que, en sentido figurado, se aplica este mismo sustantivo, cuando en los bailes, fiestas y saraos, se ven relegadas o poco atendidas por los caballeros. Quedarse «planchando»... Nada aflige tanto a una muchacha, ni le da una impresión más completa de su poquedad, de su insignificancia en el mundo.

Mucho tiene que sufrir la virtud; pero si no tuviera que sufrir ¿sería virtud? ¿Qué mérito tendría? Y sin duda que la piedra de toque, en que se aquilata y contrasta el sufrimiento, es esta duda en que deja el virtuoso a los demás hombres acerca de si su virtud es tontería, impotencia o amilanamiento y poquedad de espíritu. Hombres hay que no resisten a esta prueba.

Este encuentro, que se repitió muchas veces, siempre que pasaba Amaury por la calle de Angulema, le hizo indignarse en sumo grado, pues habría razón para pensar que muy grande y manifiesta debía ser la preferencia de una dama para que un hombre tan tímido como Felipe venciese su natural poquedad con tan inusitado atrevimiento. ¡Cómo creer aquello en Antoñita!