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Este cuello servía de sostén a una cabeza rubia de rostro blanco, levemente sonrosado en las mejillas, fino, correcto, transparente, con labios rojos y ojos azules. Semejaba notablemente al de doña Gertrudis, pero tenía una expresión persuasiva e insinuante que jamás había mostrado el de aquella esclarecida señora, por más que otra cosa asegurase el poeta lírico de los acrósticos.
Doña Gertrudis guardaba con gran esmero una colección lujosamente encuadernada de Judíos Errantes y solía asegurar a los amigos que si el joven que firmaba sus acrósticos con una V y tres estrellas no hubiese fallecido de una tisis galopante, sería a la fecha el poeta a la moda, y que si otro muchacho, llamado Ulpiano Menéndez, que se ocultaba bajo el seudónimo de El Moro de Venecia, no se hubiera marchado a América a hacer fortuna en el comercio, sería por lo menos tanto como Zorrilla o Espronceda.
En su rostro descaecido y marchito, sin embargo, no se habían borrado aún enteramente los rasgos de una belleza excepcional, que había dado mucho que decir allá por los años de 1846 al 48, y que le valiera multitud de romances, sonetos y acrósticos de los más eminentes poetas de la villa, insertos en un periódico semanal que entonces se publicaba en Nieva con el título de El Judío Errante.
Palabra del Dia
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