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Actualizado: 1 de julio de 2025
I quantas veredas se hallan para errar. No hazen unos más, que ponernos en aquellas tablas, razonamientos i coloquios, ya desabridos, ó impertinentes, ya cortesanos, ó argentados, sin otra invencion, ni argumento considerable, desde la primera Scena, hasta la última.
Se alejaba la tempestad; se despejaba el firmamento; asomaba la luna, y las nubes, antes aterradoras y negras, se convertían en blancos celajes orlados de plumas, de blondas, de argentados flecos; en veleros esquifes; en góndolas de nácar; en cisnes maravillosos de cuello enhiesto y alas erguidas, que bogaban en un golfo de aguas límpidas salpicado de estrellas.
Los últimos fuegos del moribundo sol fulguraban en la tranquila ciudad, en los azulejos de las cúpulas, y de los campanarios, y espejeaban en las vidrieras, y prestaban brillos argentados al Pedregoso. Las aves volvían raudas a sus nidos, millares de pajarillos cantaban en los matorrales de la colina, y el viento susurraba en las gramíneas.
Los olivos se retorcían con furia, adoptaban posturas grotescas, chupando con ansia de aquella tierra roja las escasas partículas de agua; árboles tristes, ridículos, donde alguna vez, como en todos los seres feos de la tierra, brilla un relámpago de hermosura, cuando el viento arranca de sus pobres hojas algunos reflejos argentados. ¡Nos acercábamos a Sevilla! Sentía mi corazón palpitar con brío.
Palabra del Dia
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