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El cristianismo ha sido, es y será mientras exista, la rémora constante del progreso de los pueblos. Hace mil ochocientos y tantos años que un judío exaltado... Gutiérrez que procure no herir el sentimiento religioso de la asamblea. «Señor presidente, ha llegado la hora de las grandes verdades.

Al día siguiente, de mañanita, todo estaba aparejado; y, llegada la hora, sacáronse a la calle, por la puerta principal, las acémilas cargadas, el cuartago para Ramiro y el macho rucio para el Canónigo, quien debía acompañarle hasta Castellanos de la Cañada. Ramiro subió a despedirse de su abuelo.

Eso siempre satisface: verá además como los precios no son los mismos que cita el aviso; en una palabra, si el curioso quiere proceder por orden, pregunte y lea después, y si quiere atajar, pregunte y no lea. La mejor tarifa es un dependiente; podrá suceder que no haya quien razón; pero en ese caso puede volver a otra hora, o no volver si no quiere.

Lloraba Sancho la muerte de su señor, que aquella vez sin duda creía que llegaba en las garras de los leones; maldecía su ventura, y llamaba menguada la hora en que le vino al pensamiento volver a servirle; pero no por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del carro.

Navegamos de noche á cerca de las doce, y una hora antes de salir el sol se levantó tan gran tempestad, que aunque vimos tierra á una legua ó mas, no pudimos tomarla, ni echar anclas, ni hallar otro remedio que hacer votos, é implorar la piedad divina. Pues en la misma hora se hizo nuestra náo mil pedazos, y se ahogaron 15 españoles, de que nunca pudimos hallar cadaver alguno, y 6 indios.

Media hora después, los tres la emprendían con el asado, que lanzaba un exquisito olor a nuez moscada; y acabada la comida, se ponían en marcha, pues estaban impacientes por llegar al bosquecillo y reunirse a sus compañeros. Había, no obstante, en la selva muchos claros que permitían a los náufragos marchar cómodamente.

En todo caso, habrá que llamar un médico.... Señorita, el doctor Fortier ha vuelto á su casa hace una media hora.... Le he visto pasar en su coche por el camino.... Vaya usted á buscarle. Algunos minutos después, el médico de la Celle-Saint-Cloud, el excelente doctor Fortier, llegaba á toda prisa.

Con estas pláticas, y desconciertos llegamos a Torrejón, donde se quedó, que venía a ver una parienta suya. Yo pasé adelante, pereciéndome de risa de los arbitrios en que ocupaba el tiempo, cuando, Dios y en hora buena, desde lejos vi una mula suelta y un hombre junto a ella a pie que, mirando un libro, hacía unas rayas que medía con un compás.

No se sabía ciertamente cuál de las amigas despachaba más: en cambio, a su lado, encaramada sobre un almohadón, había una aprendiza, niña de ocho años, que con sus deditos amorcillados y torpes apenas lograba en una hora liar media docena de papeles.

La hora llegó, pues; dejé la carta sobre la mesa y bajé más muerta que viva. »¿Has terminado? me preguntó el Duque. »Bajé la vista sin contestar, silencio que interpretó como una respuesta afirmativa; después de comer me preguntó: »¿Dónde está esa carta? »Sobre mi mesa repuse, encomendando mi alma a Dios.