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Se arrepintió de haber venido, provocando con su curiosidad una confesión que despertaba las tristezas de esta mujer. Ella, que le miraba sin verle, con los ojos desmesuradamente abiertos, acabó por concentrar sus pupilas, fijándose en la emoción de Miguel. Esto la hizo serenarse un poco. Feliz , que no conoces este suplicio. Es interminable: no tiene remedio.

Toda cabeza que se ponía al alcance de su vista turbia la sujetaba entre sus brazos, llevando á ella las narices. El más lejano perfume del licor de oliva despertaba su cólera. «¡Ah, lladre!...» Y dejaba caer su manaza enorme, blanda y pesada como un guantelete de esgrima.

De esta manera el misterioso Rogerio Chillingworth se convirtió en el consejero médico del Reverendo Sr. Dimmesdale. Como no solamente la enfermedad despertaba el interés del médico, sino también el carácter y cualidades de su paciente, estos dos hombres, tan diferentes en edad, gradualmente llegaron á pasar mucho tiempo juntos.

Con todo su talento no podía Juan darse explicación satisfactoria del interés, de la curiosidad o afán amoroso que despertaba en él una persona a quien dos años antes había visto con indiferencia y hasta con repulsión. La forma, la pícara forma, alma del mundo, tenía la culpa.

El toque que habían oído los ingleses era la primera llamada matutina; el campamento despertaba, numerosos soldados salían de las tiendas, dirigiéndose unos al riachuelo más cercano y preparando y encendiendo otros multitud de fogatas que empezaron á desprender columnas de humo.

El auditorio se despertaba entonces con sobresalto, excepto Susana que gozaba demasiado oyendo hablar mal de la humanidad, para dormirse, y que se bañaba en agua de rosas, mientras el cura fustigaba a sus ovejas con sus flores retóricas. Era, pues, un domingo. Hacía un calor asfixiante y volviendo a casa, Susana nos dijo: Tendremos tormenta antes de que concluya el día.

Salía de ella tan pronto como despertaba y abandonaba la ciudad, que le parecía una cárcel. Al campo; y en el campo la casa azul donde ella vivía. ¡Con qué impaciencia esperaba la llegada de la tarde, la hora en que por una tácita costumbre, que ninguno de los dos marcó, podía él entrar en el huerto y encontrarla en su banco bajo las palmeras!... No podía vivir así.

Apenas amaneció, don Policarpo, sabedor de-que don Andrés estaba inquietísimo por la suerte de su amigo o como si dijéramos de su ministro, fue a casa del cacique, que se despertaba con el alba, y le pidió albricias y le dio la buena nueva de que don Paco había parecido.

Otras veces no le sucedía esto, dormía a pierna suelta y despertaba en el momento oportuno. ¡Habría sido la tila! Volvió a encender luz. Cogió el único libro que tenía sobre la mesa de noche. Era un tomo de mucho bulto. «Calderón de la Barca» decían unas letras doradas en el lomo. Leyó.

Otras veces protestaba yo con más motivo. Sorprendía las miradas codiciosas de muchas mujeres de mi mundo fijas en él; la invitación agresiva de algunas, que, por ser más jóvenes, se consideraban con derecho á arrebatármelo. ¡Y él, tan bueno, burlándose conmigo de estas pasiones que despertaba, comunicándome otras que yo no podía adivinar!... no conoces tal vez esta juventud que llega detrás de nosotros.