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DON EDUARDO. Lo está, y consiste sólo en que usted me proporcione una conferencia de dos minutos con su señorita. BRUNO. Pero ¿cómo quiere usted que yo...? DON EDUARDO. Aquí mismo, en presencia de usted ... dos minutos tan sólo. BRUNO. ¡Así podré oír!

DON PEDRO. Vente conmigo. DON EDUARDO. Pero Sr. D. Pedro.... DON PEDRO. ¡Eh! DON EDUARDO. Decía que yo también me retiraba para no ofender a usted más con mi presencia. DON PEDRO. Bien hecho.... Vamos. DOÑA MATILDE. Adiós, Eduardo. DON EDUARDO. Adiós, Matilde. DON PEDRO. Vamos, repito. DOÑA MATILDE. Fíate en mi constancia. DON EDUARDO. Ya me fío. DOÑA MATILDE. Adiós. DON EDUARDO. Adiós.

Yo quise quemar este libro en presencia de su dueño, y esperándole un dia que me habia de venir á ver, supe que dos dias antes se habia ido á Avila, huyendo de la enfermedad de pintas que andaba entonces en Salamanca; y así le quemé aquella noche en mi celda en una chimenea que hay en ella.

La amable, la hermosa Matilde, me corresponde, no lo dude usted, y está en el secreto, y.... DON PEDRO. Tanto mejor, amigo mío, y ahora vamos a ver, porque, con el permiso de usted, la haré llamar; en presencia de usted consultaremos su gusto y su voluntad. DON EDUARDO. No deseo otra cosa, y cuanto más pronto.... DON PEDRO. Ahora mismo.... ¿Bruno?

DOÑA MATILDE. Y esto de vivir tranquilos, Eduardo, esto de que nadie venga a desencantarnos con su odiosa presencia en uno de aquellos momentos deliciosos. DON EDUARDO. ¡Calla! ¿Llamaron? DOÑA MATILDE. Creo que . DON EDUARDO. Habla bajo. DOÑA MATILDE. Pero que.... DON EDUARDO. Más bajo. DOÑA MATILDE. ¿Quieres que abra?