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Al dar el primer paso, sentí lo que se llama vulgarmente un cale, esto es, me metieron con un fuerte golpe el sombrero de copa hasta las narices. El miedo me paralizó, y me dejé caer contra la pared. Creí escuchar risas, y un poco repuesto del susto, me saqué el sombrero. ¿Quién va? dije dando á mi voz acento formidable y amenazador. Nadie respondió.

Patricia se permitió la confianza de poner su mano en el hombro de su ama, diciéndole: «Ahora que nos podemos acostar. ¡Qué susto hemos pasado!». Fortunata le respondió: «¿Susto yo?... ¡quia!». Todo esto se decía con un cuchicheo cauteloso, y lo mismo lo habrían dicho aunque no hubiera allí un enfermo cuyo sueño había que respetar.

Señora... nada más natural repuso jovialmente el fraile, que era joven por más señas . Una bomba... ¡Pobre D. Paco!, no se ha sabido más de él... ¡Iban por la muralla!... Las dos niñas corrieron, corrieron... pobrecitas... Las recogimos en casa... se les dio agua y vino... ¡qué susto!, pobrecillas... a la señora doña Presentacioncita no se la pudo encontrar...

Era su paso el de una diosa que se digna bajar por un momento del trono de nubes para recrear y fascinar a los mortales, que al mirarla se embebían y daban fuertes tropezones. ¡Madre mía del Amparo, qué mujer! exclamó en voz alta un cadete agarrándose a su compañero como si fuese a desmayarse del susto.

Cornias era sobrio de palabras naturalmente, y en aquella ocasión fue hasta mezquino; pero como aún tenía el susto bien patente y lo visto por los pescadores no se veía a todas horas en un yacht como aquél, de vuelta de un paseo por la mar, la mezquindad de las respuestas agravaba el aspecto del asunto.

En otra ocasión, siguiendo a la reina Isabel en una visita al último piso de la misma torre, vio un madero que avanzaba horizontalmente en el vacío como unos veinte pies. De un salto se puso sobre él, corrió hasta su extremo con ligereza y seguridad, «como si caminase por una sala», dio la vuelta y regresó por el mismo camino, riendo a susto de la buena reina y los gritos de sus damas.

Su marido la detuvo al tiempo de salir, y la dijo en voz baja: No digas palabras feas. Procura estar prudente... El infame es él, que se ha aprovechado de su estancia en nuestra casa... ¡Qué miserable! Ventura salió del cuarto y se dirigió al de su hermana temblando de susto.

«¡Es verdad, pensó don Víctor cuando se quedó solo, es verdad! ¿Y yo, estúpido, tonto, no había dado en ello? Ese hombre debe volver esta noche.... ¡Y yo, por no matarla a ella con el susto, iba a dejar que otra vez... otra vez!... ¡Y no pensaba en ello!...». Se abrió la puerta y entró la Regenta. Venía pálida, vestía un peinador blanco, y no hacía ruido al andar.

Tal vez era una buena persona; así lo creía Rafael cuando pensaba en aquel lejano período de su vida; pero aún tenía presente el susto que experimentó siendo niño, al encontrar en una calleja al terrible doctor, que le miró con sus ojos de brasa acariciándole las mejillas bondadosamente, con una mano que al arrapiezo le pareció de fuego.

La niña, muerta de miedo, preguntaba: «¿Quién anda ahíOctavio, metiendo la voz por las rendijas del balcón, respondía: «Carmen, te quiero, te quiero»; y se descolgaba rápidamente riéndose del susto de su novia.