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De vez en cuando, pocas vedes, la cogía doña Andrea en un brusco movimiento en sus brazos, y besando con locura la cabeza de la niña rompía en amarguísimos sollozos. Leonor, silenciosamente, humedecía en todo este tiempo la mano de su madre con sus besos. De España se trajo pocas cosas don Manuel, y doña Andrea menos, que era de familia hidalga y pobre.

No habrían transcurrido cinco minutos cuando Barbacana, que por detrás de los visillos registraba el teatro del combate, sonrió silenciosamente, o más bien regañó los labios, descubriendo la amarilla dentadura, y apretó con nerviosa violencia la barandilla de la ventana.

Belarmino despertó de su meditación para besar y abrazar a su hija, silenciosamente, con ahinco y ternura, todavía más exagerados que de ordinario. Se le humedecieron los ojos. En la tienda reinaba total tiniebla. ¿Enciendo luz? preguntó el aprendiz pelirrojo. Belarmino tardó en responder; le faltaba la voz. No hace falta. Ahorraremos en luz.

La condesa sacó una mano por la abertura de las maderas, y Quevedo la besó suspirando. Adiós dijo, y se alejó. La reja se cerró silenciosamente. Poco después Quevedo llamaba á la puerta del aposento de doña Clara. Aquella puerta se abrió al momento. Encontró á doña Clara sobreexcitada, encendida, inquieta, con la mirada vaga, con todas las señales de una inquietud cruel.

Fueron a esperarle algunos parientes y amigos y le acompañaron silenciosamente hasta su casa, donde le dejaron después de un rato de conversación insulsa. En los días siguientes recibió muchas visitas con traje negro, que le ensalzaron las virtudes de su madre y le recomendaron mucha resignación. Todos le llamaban marqués. Nunca padeció más que entonces.

Consoló a su mujer desesperada y casi loca, sonrió a su hija, que ocultaba silenciosamente las lágrimas y, murmurando una vez más, como cuando era pequeña, «¡Valor Liette!,» expiró. ¡Liette iba a tener necesidad de valor! Por fortuna, era valiente y, sin debilidad ni indecisión, hizo frente a la desgracia.

Las dos hermanas, el cura y Juan salieron de la casa, y tuvieron que atravesar el cementerio para ir a la iglesia. La tarde era deliciosa. Lenta y silenciosamente los cuatro, bajo los rayos del sol poniente, caminaban por la avenida. En el camino se encontraba el monumento del doctor Reynaud, muy sencillo, pero, sin embargo, por sus proporciones se distinguía de las demás tumbas.

Una vez allí, salió, despidió la silla de manos, y llamó á una puerta. Al primer llamamiento nadie contestó. Al segundo se sintió cerrar silenciosamente una ventana, luego pasos dentro, y al fin se oyó una voz tras la puerta, que dijo: ¿Quién llama por aquí á estas horas? Muy temprano os recogéis, señor Ruy Soto dijo el padre Aliaga.

Aquella mujer lloraba silenciosamente; de tiempo en tiempo un sollozo desesperado hacía desgarrador su llanto. En la alcoba, sobre un reclinatorio delante de una virgen de los Dolores, había una lamparilla encendida. Fuera de la alcoba, junto á la puerta, estaban sentadas dos dueñas silenciosas é inmóviles. Pasó algún tiempo así.

Pero es preciso... ... ... es preciso que doña Clara se separe de don Juan; es preciso que don Juan sea de Dorotea y sólo de Dorotea; es preciso que doña Clara los vea aquí juntos, enamorándose, acariciándose, embriagados de amor. Y el bufón bajó silenciosamente las escaleras, se puso los zapatos, abrió la puerta, salió, cerró y se encaminó al alcázar en busca de doña Clara.