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Fue inútil cuanto se hizo por modificar la resolución que arrancaba del baile a sus dos mejores prestigios; pero las criollas experimentaron un alivio viendo alejarse a las dos rubias, cuyas mejillas tenían el color, la pelusa y hasta el perfume de los priscos maduros.

Otros dedicábanse a las extranjeras de los music-halls, bailarinas y cupletistas que llegaban a España con el ansia de conocer desde el primer día las dulzuras de «un novio togego». Eran francesas vivarachas, de naricilla empinada y corsé plano, que en su espiritual delgadez apenas si podían ofrecer algo tangible entre la rizada col de su faldamenta perfumada y susurrante; alemanas de carnes macizas, pesadas, imponentes y rubias como walkyrias; italianas de pelo negro y aceitoso, con la tez de morena verdosidad y la mirada trágica.

Allí estaban las gallineras en sus mesas empavesadas de aves muertas colgando del pico, con la cresta desmayada, y cayéndoles como faldones de dorada casaca las rubias mantecas.

Tal fué, en substancia, mi conversación con la respetable señora que, desgraciadamente, no puede hoy reñirme por esta delación, doce años ha, es decir, cuando en Santander era de buen tono no haber pisado jamás el campo; cuando los que en él hemos nacido, teníamos que negar la procedencia en estos salones para no producir entre la gente «fina» cierta prevención que, con frecuencia, rayaba en repugnancia; cuando hasta por las personas de más alta jerarquía se llamaba judío á todo extranjero que tuviera las patillas rubias, ó la pinta sospechosa; cuando, en fin, entregado aún este pueblo á sus propios y naturales recursos, atravesaba el período más crítico de su amaneramiento.

En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras a que se orearan, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda: era el polvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzas negras y aceitosas, o las guedejas rubias, y tenían todo aquel matorral echado sobre la cara como un velo.

Verdad es, dixo el Saturnino; es la naturaleza como un jardin, cuyas flores.... Ha, dixo el otro, dexaos de jardinerías. Pues es, siguió el secretario, como una reunion de rubias y pelinegras, cuyos atavíos..... ¿Qué me importan vuestras pelinegras? interrumpió el otro.

Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo.

Pero, con esto, tan paciente, tan sufrida, que nunca se la oyó una palabra de censura contra su padre. Ni Gregoria ni Casilda eran bellas; rubias cenicientas ambas, y de ojos que ni eran verdes ni azules, ni tenían color definido; eran de buen talle y de mejor andar, más graciosa Casilda que Gregoria y más elegante Gregoria que Casilda.

Eran combatientes de todas armas y de diversas razas: infantes, jinetes, artilleros; soldados de la metrópoli y de las colonias; campesinos franceses y tiradores africanos; cabezas rubias, rostros de palidez mahometana y caras negras de senegaleses, con ojos de fuego y belfos azulados, unos mostrando el aire bonachón y la sedentaria obesidad del burgués convertido repentinamente en guerrero; otros, enjutos, nerviosos, de perfil agresivo, como hombres nacidos para la pelea y ejercitados en campañas exóticas.

Y luego la Dolorida y las demás dueñas alzaron los antifaces con que cubiertas venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas, cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas, de cuya vista mostraron quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don Quijote y Sancho, y atónitos todos los presentes.