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Se trataba de un castigo necesario al orgullo que la niña empezaba a mostrar con los criados. No duraría mucho. Sin embargo, necesitaba vencer a todas horas la voluntad de Quiñones, que se oponía a que fuese educada con tanto mimo.

Sin apurarse, poco a poco, se insinuaría él en el ánimo de la agraciada niña. Para escapar a las indiscretas miradas de los tandilenses, el mismo capitán Pérez le serviría de pantalla... Porque, mientras don Mariano continuaba callado y pacientemente su obra de ganarse la voluntad de Coca, corrían en el pueblo innumerables anécdotas e historietas acerca del oficial.

Se encogió, se envolvió toda en su manta, escondiendo los pies, las manos y la cabeza; pero las ratas corrían por encima, y saltaban, iban y venían con una algarabía espantosa. También contribuyó á aumentar el pavor de la niña una disputa que en el tejado vecino se trabó entre dos gatos bullangueros que lanzaban maullidos lúgubres y desentonados.

Reía con alegría de niña educada aristocráticamente, al enterarse de las vulgares diversiones de aquellos ricos de la víspera, que, no hacían más que seguirlas huellas de su padre. Todos escuchaban al doctor, el cual, con suave ironía, describió los banquetes pantagruélicos de las minas, con sus lluvias de Cordón Rouge.

La conversación, general o limitada a pequeños grupos, versaba sobre todo aquello que sin ofensa podía decirse ante una niña como Josefina y un clérigo como Lázaro; pues si ella contenía la libre lengua cortesana con su aspecto de pureza, bien se echaba de ver que el cura era un cura digno de sentarse donde cualquier grande o virtuoso se sentara.

El padre sonrió, orgulloso y turbado por estos elogios. «¡Saluda, atlota! ¿Cómo se dice?...» La hablaba como si fuese una niña, y ella, con los ojos bajos, el rostro coloreado por una llamarada de sangre, cogiendo con la diestra una punta de su delantal, murmuró trémula algunas palabras en ibicenco: «No; no soy guapa. Servidora de vuestra mercé...»

Valentina se había puesto el ramo en la cintura con una coquetería innata, y alborotaba toda la casa mostrando mis flores como una maravilla. ¿Qué te ha regalado don Camilo? le preguntó Martín. Un álbum con su retrato. ¡Si vieras qué cache está el pobre! Niña, no digas eso le decía la madre. , mamá, ¿por qué no lo he de decir?

Bajaré un instante, a ver si se le ofrece algo a Ana». Y Lucía reía, y daba por cosa cierta que, aunque Sol era niña recatada, ya le había dicho que Pedro Real le parecía muy bien, y se la veía que le llevaba en el alma: lo que a Juan no parecía un feliz suceso, aunque prudentemente lo callaba.

¿Qué es esto? dijeron ellas. ¿Qué medallas son éstas tan bonitas? Será bueno venderlas en la ciudad, padre, si es posible, dijo la niña. El viejo se fue a la ciudad llevando su oro. Quería venderlo, 30 pero le dijeron que eran monedas de oro y que con ellas podía comprar muchas cosas.

La mirada de la traperita me refirió una historia muy sencilla. La historia de una vida de sufrimiento. La mirada de la traperita fue un poema que podía haberse reducido a estas dos palabras: «Sufro y esperoEstas dos palabras son la historia del género humano. Sufrir y esperar. ¿Qué sufría aquella niña? La pobreza con todas sus consecuencias, acaso. ¿Qué esperaba?