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El sentimiento que le inspiraba aquella mujer en las Micaelas; la inexplicable mescolanza de terror y atracción prodújose en aquel instante en su alma con mayor fuerza. Mauricia le infundía miedo y al propio tiempo una simpatía irresistible y misteriosa, cual si le sugiriera la idea de cosas reprobables y al mismo tiempo gratas a su corazón.

Las dos puertas del balcón se abrieron sin ruido. El aire de la noche entró en la casa sin despertar a la bella dormida. El duque echó una pierna por encima de los hierros y se deslizó en la habitación. La alegría y el miedo le hacían temblar como un árbol sacudido por el viento. Vacilante, iba adelantando sin atreverse a apoyarse en los muebles.

Encontróle más allá de su dormitorio, en un pasadizo, rebujado en el capotillo, temblando de miedo y de frío, y murmurando entre dientes palabras ininteligibles. ¡Oh! ¡oh! ¿quién es? dijo retirándose de una manera nerviosa al ver á doña Ana. Nada temáis, señor Montiño dijo doña Ana ; soy yo, que de orden del duque de Lerma, voy á echaros fuera para que os vayáis á descansar.

Fue una injusticia que el miedo social se permitió con un ser peligroso. El juez le abofeteó durante un interrogatorio, y Salvatierra, que de joven se había batido en las insurrecciones del período revolucionario, limitose, con una serenidad evangélica, a pedir que pusieran en observación al violento juez, pues debía sufrir una enfermedad mental.

Hasta los otros espadas, con generoso compañerismo, le preparaban el toro para que acabase con él rápidamente. Pero Gallardo parecía ciego y sordo; sólo veía al animal para echarse atrás a la más leve de sus acometidas, como si el reciente revolcón le hubiese enloquecido de miedo.

Debía Chichoy decir cosas terribles porque hacía gestos asesinos con su soplete y ponía cara de tragico japonés. ¡Digan ustedes que se finge enfermo porque tiene miedo de salir! Como le vea... Al maestro le atacó otra violentísima tos y acabó por suplicar á todos se retirasen. Sin embargo, prepararse, prepararse, decía el pirotécnico. Si quieren forzarnos á matar ó á morir...

Era la Borracha, la hembra de Coleta, una andrajosa que llevaba una venda en la frente y un teloncito de lienzo colgando ante un ojo. En aquel barrio de suciedad gozaba gran fama por el abandono de su persona. Tenía costras en las manos, jamás lavadas, por miedo sin duda a que el agua empañase los anillos de latón que adornaban sus dedos. Una pústula perforaba los cartílagos de su nariz.

Parece que me tienes miedo le dijo él siempre serio y tranquilo . No por qué. Ya habrás visto que a razonable no me gana nadie. Otra cosa: enséñame a tu hijo. Fortunata volvió a sentir terror, y al ver que Maxi alargaba las manos hacia donde estaba el pequeñuelo, las apartó con las suyas, diciendo: «Otro día le verás... Déjale... está dormido y me le vas a despertar».

Pero de pronto arrepentíase de esta confianza, sentía miedo y vergüenza, y giraba la cabeza para escucharle con los ojos perdidos en los pentagramas del libro de música.

He visto los restos de uno de aquellos juncos en las playas de la isla Edward Pellews; pero nosotros no vamos a tener miedo de los australianos. Estad, sin embargo, sobre aviso, Capitán. Ya sabéis que son capaces de cortar las maromas y de romper las cadenas de las anclas para que vayamos a embarrancar en las escolleras. Estaremos atentos, Van-Horn.