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»Rióse Camila del ABC de su doncella, y túvola por más plática en las cosas de amor que ella decía; y así lo confesó ella, descubriendo a Camila como trataba amores con un mancebo bien nacido, de la mesma ciudad; de lo cual se turbó Camila, temiendo que era aquél camino por donde su honra podía correr riesgo. Apuróla si pasaban sus pláticas a más que serlo.

Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no podía saber lo que le había acontencido; y en la mesma admiración cayeron todos los que con él venían.

Ahora pasaba por la charca de Hinojales y me miré en el agua. ¡Córcholis!, me quedé pasmado, porque me vi con la mesma figura que D. Teodoro Golfín.... Cualquier día de esta semanita nos vamos a ser médicos y hombres de provecho.... Ya tengo juntado lo que quería. Verás como nadie se ríe del señor Celipín.

Lo escuché yo mesma, yendo a buscar un manto, el domingo pasado, ya de noche. Dilo todo, date prisa. Al entrar unas voces que parecían salir de una alacena; pero, como yo no temo a los duendes, la abrí para ver lo que era. Vacía lo estaba; pero las voces se escuchaban como si fuesen en la mesma cuadra y eran en la de al lado, e decían lo que ya dejo expresado a vuestra merced.

-Así es -dijo el canónigo. -Pues yo -replicó don Quijote- hallo por mi cuenta que el sin juicio y el encantado es vuestra merced, pues se ha puesto a decir tantas blasfemias contra una cosa tan recebida en el mundo, y tenida por tan verdadera, que el que la negase, como vuestra merced la niega, merecía la mesma pena que vuestra merced dice que da a los libros cuando los lee y le enfadan.

A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal del cuento.

Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la mesma avaricia, como he contado. No digo más sino que toda la laceria del mundo estaba encerrada en éste. No si de su cosecha era, o lo había anexado con el hábito de clerecía.

Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Panza le acomodó de modo que le puso en pie, que apenas se podía tener; y, sacando de las alforjas, que también habían corrido la mesma fortuna de la caída, un pedazo de pan, lo dio a su jumento, que no le supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera: -Todos los duelos con pan son buenos.

-Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado! -dijo Sancho. -Dictado has de decir, que no litado -dijo su amo. -Sea ansí -respondió Sancho Panza-. Digo que le sabría bien acomodar, porque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser prioste de la mesma cofradía.

Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino.