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No se debe atener el médico al efecto, sino remontarse á su orígen, á la discrasia; pues si algunas veces, volvemos á decirlo, se necesita la sangría por la urgencia de los síntomas, preciso es no perder de vista que solo es un medio de llegar á los que combaten la disposicion discrásica y dinámica del organismo.

El médico, conmovido por súbita esperanza, con inseguro acento murmuró: Pero ella sabe que no somos hermanos.... Y se quedó seducido por la magia de una ilusión confusa, pensando: ¡Si Carmen me fuera esquiva sólo por ese temor!... Después, como hablándose a mismo, fué diciendo: Ese libro que le dió el padre cura la confunde.

Entonces exhaló un suspiro de alivio, como si descubriera de improviso lo ventajoso que era para ella y para su familia ese lúgubre acontecimiento. En la tierna caricia con que rozó el rostro de la muerta había un agradecimiento sincero. En el mismo instante el viejo médico entró precipitadamente en la habitación.

Receta tras receta, el enfermo consumió mi capa, después mi levita... mis calzones se convirtieron en píldoras.... Pero mis amos no me abandonaban... volví a tener ropa y mi hermano salió a la calle. El médico me dijo: «que vaya a convalecer al campo...» Yo medité... ¿Campo dijiste? Que vaya a la escuela de Minas. Mi hermano era gran matemático.

Los abuelos de su padre habían sido valerosos y obscuros navegantes, y allá en la Marina estaba su tío el médico, un verdadero hombre de mar. Al fatigarse de estas orgías imaginativas, contemplaba los retratos de diversas épocas almacenados en el desván.

El oído del médico, cuando está acostumbrado a percibir esa harmonía de la salud, reconoce por signos ciertos el más pequeño desorden interior. La enfermedad tiene su lenguaje claro y preciso para el observador inteligente que asiste a los progresos de la vida o de la muerte.

Está visto que el mayor interés de las cosas no depende de las cosas mismas, sino de sus circunstancias y accidentes. Aquel mismo pensamiento, expresado en voz alta por el médico, había pasado en silencio por mi mente poco antes sin dejar en ella el menor rastro... Cierto, de toda verdad.

Estos veteranos del mar sólo hablaban de fletes, de miles y miles de duros ganados en otros tiempos con sólo un viaje redondo, y de la terrible competencia de la marina á vapor. Ulises esperaba en vano que aludiesen alguna vez á las nereidas y demás seres poéticos que el médico Ferragut adivinaba en torno de su promontorio. Los Blanes no habían visto jamás estos seres extraordinarios.

El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar por medio de un récipe. ¿Y bien, don Juan? le interrogó el virrey, más con la mirada que con la palabra. Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña Francisca. Y don Juan se retiró con aire compungido.

Entró a poco el médico, acompañado del fondista, y Diógenes los recibió chanceándose con el primero, dirigiendo al segundo cariñosos gruñidos, expresivas miradas de sus ojos inyectados en sangre, que no carecían de ternura e iban a demostrar la gratitud que le inspiraba su caritativa conducta.