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Escribiéndole cartas a la novia. Mentira... ¿yo...? Quita allá, enredadora... Volvió a su cuarto, llevando la mano del almirez, y echada otra vez la llave, tapó el agujero con un pañuelo. «Ella no mirará; pero por si se le ocurre...». El tiempo apremiaba y doña Lupe podía venir. Cuando cogió la hucha llena, el corazón le palpitaba y su respiración era difícil.

Era la criada de la casa. Doña Lupe odiaba a las mujeronas, y siempre tomaba a su servicio niñas para educarlas y amoldarlas a su gusto y costumbres. Llamábanla Papitos no por qué. Era más viva que la pólvora, activa y trabajadora cuando quería, holgazana y mañosa algunos días.

Sostenía, no obstante, doña Lupe que el retrato de Jáuregui era una obra maestra, y a cuantos lo contemplaban les hacía notar dos cosas sobresalientes en aquella pintura, a saber: que donde quiera que se pusiese el espectador los ojos del retrato miraban al que le miraba, y que la cadena del reloj, la gola, los botones, la carrillera y placa del morrión, en una palabra, toda la parte metálica estaba pintada de la manera más extraordinaria y magistral.

Al entrar en su casa lo primero que dijo a doña Lupe fue esto: «Tía de mi alma, yo me quiero retirar del mundo, y entrar en un convento donde pueda vivir a solas con mis ideas». Vio el cielo abierto la de Jáuregui al oírle expresarse de este modo, y respondió: «¡Ay, hijo mío, si ya te tenía yo dispuesta tu entrada en un monasterio muy retirado y hermoso que hay aquí, cerca de Madrid!

Pero no pasó de aquí, pues doña Lupe tuvo que ocuparse de cosas más graves que averiguar si su sobrino podía o no podía. Papitos fue quien le salvó aquel día, atrayendo a toda la atención del ama de la casa. Porque la mona aquella tenía días. Algunos lo hacía todo tan bien y con tanta diligencia y aseo, que doña Lupe decía que era una perla. Pero otros no se la podía aguantar.

Lo deseaba, ; pero como tenía su criterio formado y su invariable línea de conducta trazada, no daba un valor excesivo a lo que de la visita pudiera resultar. Véase por dónde la fuerza de las circunstancias había puesto a doña Lupe en una situación subalterna, y el pobre chico, que meses antes no se atrevía a chistar delante de ella, miraba a su tía de igual a igual.

Doña Lupe, por cortesía, afirmaba que era una barbaridad que no le hubieran dado a él la lectoral. La ira de la señora de Jáuregui no se calmó con el feliz éxito del almuerzo... y siguió machacando sobre la pobre Papitos.

Doña Lupe cogió por un brazo al cura y se lo llevó consigo temerosa de que se enzarzaran otra vez. En el comedor estaba Maximiliano sentado ya para almorzar. Había oído la reyerta sin dársele una higa de lo que resultara. Allá ellos.

Ulmus Sylvestris, Quercus gigantea, y Pseudo Narcissus odoripherus presentáronse muy guapetones, de levitín, y alguno de ellos con guantes acabados de comprar, y rodearon a la novia, y la felicitaron y aun le dieron bromas, viéndose ella apuradísima para contestarles. Por fin, doña Lupe dio la voz de mando, y a la iglesia todo el mundo.

El busto era hermoso, aunque, como se verá más adelante, había en él algo y aun algos de falseamiento de la verdad. Descollaba doña Lupe por la inteligencia y por el prurito de mostrarla a cada instante.