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El conde abrió la puerta del jardín y ambos pasaron adentro. Era muy grande, y estaba bastante descuidado. Desde que la condesa había dejado de venir a la Granja casi en absoluto, los criados apenas tocaban en él. Luis era más dado a hacer ensayos de nuevos cultivos, a criar ganado, a desecar terrenos, que a las flores.

¡No las harás tal, malvada! profirió Luis levantándose y abalanzándose a ella. Antes te ahogaré con mis manos. La valenciana se escapó hacia la puerta. ¡Si das un paso más, grito! ¡Oh, infame, infame! volvió a exclamar con voz profunda el conde. ¡Y Dios consiente sobre la tierra estos monstruos! Dio unos pasos atrás y se dejó caer nuevamente sobre el sofá.

Yo los casaré. ¿Por lo pronto, le tenemos ya dentro de palacio? Fray Luis ahogó en su garganta un rugido que se revolvió sordo, poderoso en su pecho. La última pregunta de la reina le había aterrado.

Los muchachos como José Luis prosiguió Carmen sirven para distraerle a una la pena del gran amor que nos hace falta. Es muy posible que venga hoy. Hablando así la llevó a su cuarto. Se miró en un espejo, atentamente, y con la punta del peine hizo caer sobre la blancura mate de su frente una ligera mecha del fino cabello dorado.

Acometíanle, en estos momentos, súbitos arranques de ternura; se confesaba sin rubor, con gozo voluptuoso, el amor que sentía; perdonaba a Luis de todo corazón y se prometía amarle toda la vida en silencio, no ser jamás de ningún otro hombre. Según trascurrían los días este sentimiento se irritaba, se trasformaba en deseo enfermizo, irracional.

Y señalaba en dirección á la ría, como si al través de las inmediatas alturas viese con la imaginación la Universidad de Deusto, santuario, para él, de la sabiduría humana. Pues hay para rato, señor Goicochea dijo el médico saliendo del porche en busca del carruaje. No diré que no, don Luis.

Se dirigía particularmente a la abuelita, quien le escuchaba aprobándole con su gesto plácido de anciana. Carmen celebraba con alegre exageración los pasajes graciosos, y Zoraida, mucho más comunicativa que de ordinario, le interrogaba y tomaba parte activa en la conversación. La presencia de José Luis había alterado el ambiente de la casa. Eran otras ahora las caras de Zoraida y de Carmen.

Son los grandes mojones que el Criador coloca a trechos en la creación para recordarle su origen: por ellos se ha dicho sin duda que Dios ha hecho el hombre a su semejanza. ¡Sesostris, Alejandro, Augusto, Atila, Mahoma, Tamerlán, León X, Luis XIV, Napoleón! ¡Dioses en la tierra!

Pero Luis estaba convencido de que faltaba a su novia, de que era un criminal hacia D. Pedro, su amigo; no sabía por qué ni cómo, pero lo sentía allá dentro en el fondo de la conciencia.

Ana de Austria, reina de Francia y regente del reino, habitó el palacio de Richelieu con sus dos hijos, á mediados del siglo XVII en 1643, y en el mismo palacio tuvieron lugar las espléndidas bodas de su hija con el duque de Orleans, hermano de Luis XIV, cuyo monarca lo cedió despues á su hermano el duque, á título de infantazgo.