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4 Y se llamaban, la mayor, Ahola, y su hermana, Aholiba; las cuales fueron mías, y dieron a luz hijos e hijas. Y se llamaron, Samaria, Ahola; y Jerusalén, Aholiba. 5 Y Ahola cometió fornicación en mi poder; y se enamoró de sus amantes, los asirios sus vecinos, 6 vestidos de cárdeno, capitanes y príncipes, mancebos todos de codiciar, caballeros que andaban a caballo.

Después de escritas las líneas anteriores, y durante mi última visita á España, si bien llamaban principalmente mi atención otros estudios, no dejó también de preocuparme la literatura dramática de este país; no sólo leí muchas obras de dramáticos españoles, de difícil conocimiento en cualquiera otra parte, sino adquirí también, ya haciendo investigaciones en los archivos y bibliotecas, ya por comunicármelas amistosamente los eruditos y literatos españoles, no escaso número de noticias, no utilizadas hasta ahora, y que pueden servir de complemento y justificación de mi Historia del Teatro Español.

Todos iban montados en sus mejores caballos, á los que llamaban «fletes», para tomar parte en las carreras.

No voy, porque tu hermano me odia contestó claramente Martín. No, no lo creas. ¡Bah! Yo lo que me digo. El odio existía. Se manifestó primeramente en el juego de pelota. Tenía Martín un rival en un chico navarro, de la Ribera del Ebro, hijo de un carabinero. A este rival le llamaban el Cacho, porque era zurdo.

Tenía treinta y tantos años y era viuda de un opulento negociante de Candelario. Por qué la llamaban Pimentosa es cosa que no se sabe; pero algunos decían que picaba mucho y levantaba ampolla a la manera de guindilla. Se podía ir a la tienda por verla despachar.

Más lejos, a uno y otro lado de una gran panoplia llena de orín y descabalada, había dos hermosos grabados de Luis Felipe y la reina Amalia, con sendas dedicatorias, y entre otra porción de notabilidades regias, políticas y literarias, diseminadas por todas partes, un retrato en litografía de Martínez de la Rosa, en los tiempos en que le llamaban Rosita la pastelera, con este campechano letrero: A Pepillo Butrón, su dómine Paco.

Una población era un Gao. A Valladolid le llamaban el Gao baró, el «pueblo grande»; a Sevilla, el Gao de silla; a Valencia, el Gao de los marrulles; y a toda Galicia, el Gao de los malalos. Madrid era, los Foros. Son una gloria, don Isidro, las tales ferias.

La tía no había querido decir nada al padre, de lo ocurrido en los primeros días del mes, hallándose ella sufriendo del segundo ataque de reumatismo de la temporada, que la postró una semana entera: sucedió, pues, que entre dos y tres de la madrugada, ella en su lecho y con la lamparilla encendida, sin dormir, a causa de sus dolores, sintió que abrían la puerta de calle, cruzaban el patio y llamaban a los cristales de su cuarto.

El Infante y ano tuvo lugar de arrepentirse, ni volver atrás, porque fuera dar mayor sospecha; pero antes de desembarcar quiso que le asegurasen, y diesen palabra de no ofendelle. Hicieronlo con mucho gusto al parecer, Tibaldo el primero, y los capitanes de las diez galeras Venecianas, que se llamaban Juan Tarin, y Marco Misot, y los tres señores de Negroponte.

En cuanto a su padre, empezó a visitar con más frecuencia que antes el colegio de la Merced: dos o tres veces por semana le llamaban a la hora de recreo para decirle que su papá le aguardaba en el salón, y al oírlo, volaba hacia allá con el corazón henchido de alegría.