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Cayó a los pocos pasos, y el público púsose de pie a un tiempo, como si formase una sola pieza y lo moviese un resorte poderoso, estallando la granizada de los aplausos y la furia de las aclamaciones. ¡No había un valiente en el mundo igual a Gallardo!... ¿Habría sentido miedo alguna vez aquel mozo?...

A pesar del respeto que todo banderillero debe guardar a su matador, el Nacional había osado hablar un día a Gallardo con ruda franqueza, amparándose en sus años y en la antigua amistad. ¡Ojo, Juaniyo, que en Seviya se sabe too!

Y Gallardo desapareció tras la puertecilla, mientras el servidor, viéndose libre de su presencia, sonreía con malicia vengadora. Conocía este rápido escape al llegar el momento de vestirse. La «meada del miedo», según decían los del oficio.

Recogió Gallardo muleta y estoque, arregló cuidadosamente el trapo rojo, y otra vez fue a colocarse ante la cabeza de la fiera, pero con menos serenidad, dominado por una cólera homicida, por el deseo de matar cuanto antes a aquel animal que le había hecho huir a la vista de miles de admiradores.

Apenas salió el segundo toro, Gallardo, con su movilidad y su deseo de lucirse, pareció llenar toda la plaza. Su capote estaba siempre cerca de los hocicos de la bestia.

Viendo así al pobre rajá, soberbio como un dios, bajo un cielo seco de intenso azul, y entre los esplendores de un sol ardiente, no se le hubiera ocurrido regalarle un gabán. Era casi seguro que ella misma habría ido hacia sus brazos, entregándose como una sierva de amor. Usted me recuerda al rajá, amigo Gallardo.

Al caer un picador, quedando exánime por el terrible choque, Gallardo había acudido con su capa, llevándose a la fiera al centro del redondel. Fueron unas verónicas arrogantes que acabaron por dejar a la bestia inmóvil y fatigada después de revolverse tras el engaño del trapo rojo.

El gallardo español y La gran Sultana son dos cuadros llenos de los más varios sucesos y animadas descripciones, que si bien á veces nos regocijan plenamente, no nos hacen olvidar que falta orden y concierto en la disposición y arreglo de sus partes.

Encontró Cervantes a la ilustre tía Zarandaja apercibiéndose a cerrar su bodegón, que según las ordenanzas, estos tales a la oración se cerraban. Dio entrada con mil amores la vieja al gallardo soldado, y cerrando la puerta, díjole: Ya me temía que no vinierais, y sentíalo, porque en verdad, que muchas y muy importantes cosas que decir a vuestra merced tengo.

Luego de hecha su oración y de persignarse se levantó, marchando de espaldas hasta la puerta, sin perder de vista la imagen, como un tenor que se retira saludando al público. Gallardo era más simple en sus emociones.