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Quedose contemplando, sin saber por qué, la testa del toro, y el recuerdo más penoso de su vida profesional acudió a su memoria. Era una satisfacción de vencedor tener en su despacho, visible a todas horas, la cabeza de aquella mala bestia. ¡Lo que le había hecho sudar en la plaza de Zaragoza! Gallardo creía a aquel toro con tanto saber como una persona.

Seguíanle los once de tal suerte, Que juntos se metieron, y mezclaron En medio el enemigo, dando muerte A todos cuantos indios encontraron. Rompieron una esquadra grande y fuerte, En que de setecientos se pasaron; Salieron de otra banda cien flecheros Con ánimo gallardo muy lejeros.

Así que acababa la cena, besaban la mano a la señora Angustias y a sus padres y se arrojaban al cuello de Gallardo y su mujer, saliendo del comedor para ir a la cama. La abuela ocupaba un sillón en la cabecera de la mesa. Cuando el espada tenía convidados, gentes casi siempre de cierta posición social, la buena mujer resistíase a sentarse en el sitio de honor.

Se atrevía a jurarlo. Era la de un hombre en lo más verde y lozano de la juventud: gallardo de cuerpo y hermoso de cara; poco bigote todavía, pero muy negro, como los ojos y como el pelo, suelto y abundante; muy bien ataviado, pero no compuesto. ¿Debía Luz borrar aquella figura del cuadro, solamente por no ser obra suya?

Algunos trabajos en prosa se imprimieron de Salinas, entre los que cita Gallardo el Prólogo á las Meditaciones para cada día del año y la Dedicatoria al Sermón fúnebre de la madre Dorotea, escrito por Alonso Sanz.

Gallardo sonreía modestamente, bajando los ojos, pero al mismo tiempo contoneaba su esbelta persona, como si no considerase difícil ni extraordinaria la hipótesis de su apoderado. Pero no hay que hacerse ilusiones, Juanillo continuó éste . Doña Sol quiere ver de cerca a un torero, con el mismo interés que toma las lecciones del maestro Luchuzo.

Permanecieron detenidos mucho tiempo para dejar pasar al largo cortejo. ¡Mala pata! murmuró Gallardo con voz temblona de cólera . ¿A quién se le ocurre traer un entierro por el camino de la plaza?... ¡Mardita sea! ¡Cuando digo que hoy pasa argo! El Nacional sonrió, encogiéndose de hombros. Superstisiones y fanatismos... Dios u la Naturaleza no se ocupan de esas cosas.

Gallardo le admiraba, teniéndole por el más alto representante de la ciencia universal, al mismo tiempo que se permitía cariñosas bromas sobre su carácter bondadoso y el descuido de su persona. Su admiración era la misma del populacho, que sólo reconoce la sabiduría de un hombre mal pergeñado y con rarezas de carácter que le diferencien de los demás.

Pero la atención de todos se apartó de este ensañamiento de la bestia, para fijarse en Gallardo, que atravesaba la plaza con menudo paso, cimbreante el talle, en una mano la plegada muleta y moviendo con la otra la espada cual si fuese un bastoncillo. Todo el público del sol aplaudió, agradecido por esta aproximación del espada.

Un hombre llevando dos niños de la mano transpuso la mampara de cristales del comedor, sin prestar atención a las preguntas de los criados. Sonreía seráficamente al ver al torero, y avanzaba tirando de los pequeños, fijos los ojos en él, sin percatarse de dónde ponía los pies. Gallardo le reconoció. ¿Cómo está usté, compare?