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Luego abrió la portezuela y subió riendo, para sentarse al lado de Febrer. ¡Hola, capitán! dijo éste con extrañeza. No me esperabas, ¿eh?... También soy del almuerzo; me convido yo mismo. ¡Qué sorpresa va a tener mi hermano!... Jaime estrechó su diestra. Era uno de sus más leales amigos: el capitán Pablo Valls. Pablo Valls era conocido en toda Palma.

Se asomó a la cocina, inmensa dependencia donde se preparaban en otros tiempos los famosos banquetes de los Febrer, rodeados de parásitos y generosos con todos los amigos que llegaban a la isla. Madó Antonia parecía más pequeña en esta habitación de dilatados términos, junto a la gran chimenea del hogar, que podía admitir un montón enorme de troncos, asando a la vez varias piezas.

Clavaba en lo alto sus ojos mortecinos, adorando con el respeto del miedo la santa institución que había quemado a sus ascendientes. No haga usted caso de Pablo continuó al recobrar el diento, dirigiéndose a Febrer ; usted lo conoce bien: una mala cabeza, un republicano, un hombre que podía ser rico y va a llegar a viejo sin tener dos pesetas. ¿Para qué? ¿Para que me las quites?...

Febrer, admirado de que se supiesen tan pronto sus propósitos, no se atrevió a negar. , era cierto. Sólo a Toni quería confesarlo. El contrabandista hizo un gesto de repulsión, al mismo tiempo que sus ojos, acostumbrados a las mayores sorpresas, revelaban asombro. Haces mal, Jaime; haces mal. Lo decía gravemente, como si estuviera tratando un asunto solemne.

La baranda de hierro, oxidada por los años y deshaciéndose en herrumbrosas escamas, temblaba, casi suelta de sus alvéolos, con el ruido de los pasos. Al llegar al zaguán, Febrer se detuvo. La extrema resolución que había adoptado, y que iba a influir para siempre en los destinos de su nombre, le hizo mirar con curiosidad los mismos lugares que antes cruzaba indiferente.

Y volviéndose hacia la inglesa, el hotelero añadió con germana tranquilidad, como quien cumple un deber de su cargo: Monsieur el hidalgo Febrer, marqués de España. Sabía su obligación. Todo español que viaja con buenas maletas es hidalgo y marqués mientras no prueba lo contrario.

Febrer comió en Can Mallorquí, para evitar a los hijos de Pep la subida a la torre. La comida empezó con cierta tristeza, como si aún vibrasen en sus oídos los lamentos de los encapuchados en el atrio de la iglesia. Poco a poco, en torno de la mesita baja y su gran cazuela de arroz fue difundiéndose cierta alegría.

Durante unos instantes, Febrer vio salir a luz las armas más estupendas y enormes, disimuladas prodigiosamente en aquellos cuerpos enjutos y esbeltos.

Sobre el fondo de las amplias alas del sombrero, iguales a una aureola, destacábase su rostro, de una palidez de rosa, en el que parecían temblar las gotas negras de los ojos. ¡Salut, Flo d'enmetllé! dijo Febrer con cierta inseguridad en la voz, pero sonriendo.

Y al encontrarle de nuevo en Munich bajo el mismo techo, había sentido que la suerte estaba echada y era inútil luchar por desprenderse de esta atracción. Febrer se examinó con irónica curiosidad en el espejo de su cuarto. ¡Lo que una mujer es capaz de descubrir!