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Pero permítame usted que le pague su auxilio, ofreciéndole el mío para robar a esa mujer, y burlarnos de diez y siete siglos de guerras, de tratados, de privilegios, de fanatismo, de religión, de tiranía. Bien, amigo Gabriel; venga esa mano. ¡Viva lo imposible! El placer de acometerlo es el único placer real. Yo quisiera estar en los secretos de usted, milord. Lo estará usted.

Pues con la miseria y pena de tantos, no sentiríades vos mucho la vuestra; y más, que podría ser que el sabio Merlín tomase en cuenta cada azote déstos, por ser dados de buena mano, por diez de los que vos finalmente os habéis de dar.

Mesía, dejando detrás de a su amigo, ocupó el medio del balcón, arrogante y desafiando las miradas de los clérigos que pasaban debajo de él. Los tambores vibraban fúnebres, tristes, empeñados en resucitar un dolor muerto hacía diez y nueve siglos; a don Víctor le sonaba aquello a himno de muerte; se le figuraba ya que llevaban a su mujer al patíbulo.

En vez de los ocho ó diez viajeros que van encerrados en los wagones de Francia, Inglaterra, etc., en Suiza se reunen cuarenta, cincuenta ó mas en un solo carruaje, y el viajero curioso de observar el país puede salir a la pequeña plataforma que se halla entre cada dos wagones y desde allí contemplar con arrebato ú embeleso las magnificencias del paisaje.

A las seis y diez de la mañana, y aprovechando el primer tren que parte de San Luis, salí con dirección á La Maya. En Dos Caminos, primera estación en que nos detuvimos, subieron al tren algunas familias, que, noticiosas de lo ocurrido en La Maya, se apresuraban á refugiarse en Santiago.

En la casa le decían constantemente que no estaba; paseaba de largo á largo la calle sin verle aparecer; llegó la noche, y á eso de las diez vió salir á las mismas tres personas de la noche anterior. Eran ellos. Bozmediano, padre é hijo, y el otro militar salieron por una puerta que se abría á un callejón obscuro, y se encaminaron á la plazuela de Afligidos, dando un gran rodeo.

No más que diez y siete primaveras tenía el mozo, y ya traía revueltas las faldas del lugar, sin que él hiciera nada por atraerse el cariño de las chicas.

El que viva en el Palacio Real, no tiene precision de salir de allí para proveerse de todas las cosas de la vida, desde el panecillo que cuesta un sueldo, hasta la sortija que vale diez mil duros. Aquello no es un edificio; es una gran exposicion; una ciudad; un pueblo.

Algunos, en sus correrías, hasta tropiezan con la Fortuna, y son sus amigos por corto tiempo. Todos, finalmente, terminan sus días en la miseria. Pero no divaguemos. Quiero decir que, después de mis andanzas por la América del Sur y la América del Centro, di fondo en Méjico, hace poco más de diez años. ¡Hermoso y simpático país! En ninguna parte he vivido mejor.

Como yo no andaba muy al corriente de mis estudios, pasé en vela buena parte de la noche a fin de encontrarme el lunes al nivel de los demás compañeros, y ¡claro está! a la mañana siguiente en lugar de levantarme a las siete, lo hice a las ocho y en vez de partir a las ocho lo hice a las nueve, por lo que no me fue posible llegar a las diez, como debía, sino a las once bien dadas, cuando estaban ya acabando de almorzar.