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Don Gaspar, mudo de asombro y de terror, se limitó a decir: ¡Habla... todo lo que sepas, todo lo que sospeches, no me ocultes nada! Pues se reduce a muy poco, pero muy claro. Hace dos meses, una mañana que llovía muchísimo y te habías llevado el coche, nos metimos ahí al lado por no ir hasta la catedral. Luego ha vuelto conmigo... como está tan cerca, cuando hace mal tiempo es más cómodo.

Pero si esa señora no ha muerto irremisiblemente, juro por mi bonete de doctor que el conde no le dirá ni una palabra. El señor Stevens, el conde y el doctor partieron en coche. Diez minutos después se detenían ante la casa de la señora Chermidy. El doctor ya había cambiado de pensamiento y presentía una desgracia.

Rodaba ya el coche por las calles de Villarreal, atravesó el puente que separa a esta villa de Zumárraga y se detuvo frente a la estación, entre varias diligencias y coches desenganchados, a la puerta de una conocida fonda, cuyo extenso comedor se abre a la plaza misma, en la planta baja.

Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural no tiene que establecerse entre los viajeros, qué multitud de ocasiones de prestarse mutuos servicios, cuántas veces al día se pierde un guante, se cae un pañuelo, se deja olvidado algo en el coche o en la posada, cuántas veces hay que dar la mano para bajar o subir!

Y tras la inquietud moral vino un cierto malestar físico, con algo de temblor y escalofríos, acompañado de terror supersticioso... Pero no podía definir la causa del miedo... El coche corría por la Cava-Alta, y Feijoo se sentía cada vez peor. De improviso sintió como una vibración intensísima en su interior, y un relámpago a manera de lanceta fugaz atravesole de parte a parte.

Serían las diez y media de aquella misma mañana, es decir, una hora después de los sucesos que acabamos de narrar cuando Amaury se apeaba de su caballo a la puerta del doctor Avrigny, en el mismo instante en que también se detenía ante ella ti coche de Antoñita.

»Por una casualidad, querida Antoñita, me veo precisado a detenerme en Lille unas cuantas horas y aprovecho la ocasión para escribirle esta carta. »Cuando entrábamos en la ciudad se ha roto el eje del coche, y a causa de este contratiempo he tenido que meterme en la posada más cercana.

A las cuatro despertó Velarde despavorido, porque su criado le sacudía bruscamente por un brazo: habían llegado dos señores en un coche, y se espantaban y no podían creer que estuviese dormido todavía.

Estuve una semana en la corte, y el primer día, al llegar al Prado, vi en un coche a Dolorcitas con su marido.

En Haguenau debíamos tomar un coche, ó en su defecto algun har-