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«Sin tempestad, y sólo con el balance, soplando el viento directamente por la popa, una ola de través produce tan fuerte sacudida, que la campana del buque toca por sola, y si durase el balance con sus falsos movimientos, la embarcación sufriría averías y aun se iría á pique. «En los ácoros del banco de las Agujas añade d'Urville, las olas llegaban á la altura de ochenta y hasta cien pies.

Y mientras los marineros procedían diligentemente al amarre del buque, continuaban sonando las músicas, los lejanos vivas, y un griterío de saludo cruzábase entre las gentes aglomeradas en las bordas y el negro hormiguero humano. ¿A usted le espera alguien? preguntó Isidro, como si le doliese que ellos dos fuesen los únicos que no tuvieran un amigo en el muelle. Fernando no supo qué contestar.

Ya no vagaba por el puerto, admirando de lejos los grandes trasatlánticos anclados frente al monumento de Colón ó los vapores de carga que se alineaban en los muelles comerciales. Un buque importante era de su absoluta propiedad por algunas semanas. El capitán y los oficiales pasaban el tiempo en tierra con sus familias. Tòni, el segundo, era el único que dormía á bordo.

Pero aquel día el viento soplaba de la parte del mar, internándose en Francia. También quiso echar una moneda en alto para que indicase su destino. Al fin se decidió por el buque que saliese antes.

Subieron después las escalerillas, respirando con deleite al llegar a la cubierta. La tarde estaba cada vez más obscura, como si en mitad de ella fuese a caer la noche. No se veía la costa. Una muralla gris alzábase entre ella y el buque, y parecía avanzar con lentitud, devorando el verde polvoriento de las aguas. ¡Pucha! ¡La niebla! exclamó Zurita . Tenemos para rato.

Recordaban aquellas enormes fábricas de madera pintada, con su lanza semejante a un mástil de buque y sus ruedas cual piedras de molino, las carrozas sagradas de los ídolos indios o los carromatos simbólicos que güelfos y gibelinos llevaban a sus combates. La gente pasaba revista con una curiosidad no exenta de ternura a la fila de rocas, como si su presencia despertara gratos recuerdos.

La ilusión fue completa cuando sintió rumor de agua, un chasquido semejante al de las olas mansas cuando juegan en los huecos de una peña o azotan el esqueleto de un buque náufrago. Por aquí hay agua dijo a su compañero.

¡Cómo se mueve el amigo Goethe! Ni que acabase de beber en la taberna de Auerbach con los alegres compadres de su poema. Era Maltrana, que se había preparado para la comida, satisfecho de esta ordenanza suntuaria del buque, de gran novedad para él. Confesaba a Fernando que tenía hambre y se había vestido con anticipación, creyendo adelantar de este modo la llamada al comedor.

Yo me desquité, hablando, hasta que el buque marchó, con los españoles que vinieron á bordo en sus pequeñas lanchas cargadas de naranjas, manzanas, ciruelas y otros deliciosos frutos.

Bajarían en Río Janeiro, se esconderían, dejando que partiese el vapor, y tomarían pasaje en otro buque de los que volvían a Europa... ¡Ah, el hermoso Berlín! En ninguna ciudad de la tierra se vivía con más felicidad. Casi saltó Fernando de su asiento a impulsos de la sorpresa. ¿Volver a Europa, cuando aún no había llegado al término de su viaje?