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A las tres de la mañana marchó nuestra armada, y á distancia de legua y media dimos con un grande estero ó bañado muy pantanoso, que no se podia romper con los caballos: y llegando á un arroyo que pasamos á nado, corrimos mas de una legua, y reconociendo que los indios iban perdidos por una gran niebla que nos sobrevino esta mañana, volvimos á pasar dicho arroyo, caminando al SE, y habiendo salido el sol, atendiendo el Comandante que aquella partida que despachó la noche antes ya habria llegado á la accion, y que oyendo los tiros era natural pensasen los enemigos tenian á todo Buenos Aires sobre , y que con este motivo tirasen á huir, dispuso en aquel pronto desparramar en pelotones indios y cristianos.

Las pilas del agua bendita, obra del maestro Antonin Moyne, son una verdadera preciosidad á los ojos del arte. Nos volvimos para dirigir una mirada hácia el fondo del templo, y nuestros ojos aturdidos se perdieron en una sola nave, alta, anchurosa, iluminada, inmensa, llena de valentía, de fuerza y majestad.

En el amplio y extenso patio, no vimos ni un mausoleo, ni un monumento, ni una lápida, ni una fecha, ni una inicial, ni nada que recordase un nombre. ¡Hierbas y musgos por doquier!... ¡Eterno olvido! Recordando las sentidas estrofas, que la soledad del campo santo inspiraron al malogrado Becquer, volvimos al pueblo.

Distábamos ya de la esquina quince ó veinte pasos, y aunque estábamos segurísimos de que no podiamos verla, volvimos el rostro. Otro tanto habrá hecho Luisa. Al pasar tocando con nosotros, su vestido rozó instantáneamente por mi pantalon, y sentí un estremecimiento convulsivo. Si yo fuese jóven y soltero, llegaria á enamorarme frenéticamente de esa mujer; esa mujer podria tiranizarme.

Todos abatidos, todos apocados, ¡menos él! «Esto de arruinarse decía papá, tiene sus ventajas: ahora contaremos los amigos; ahora sabré si la fortuna se me entregó por capricho o porque supe merecerlaVolvimos a ser relativamente ricos.

La embarcación, al principio, parecía como desconcertada, como asombrada; avanzaba un poco, retrocedía, daba la impresión de una persona indecisa que quiere dar un salto y no se atreve. Al último cogió tan bien el viento, que se alejó, dejándonos estupefactos. Ya sabe ella dónde va dijo Allen, convencido. Al subir un montículo de arena volvimos la mirada hacia atrás.

Cuando volvimos a entrar, es de presumir el que le habría mandado el general a la Gaviota que se quitase los arrumacos, porque salió toda vestida de blanco que parecía amortajada. ¿Un moro? ¡Pero qué moro!, más negro y más feróstico que el mismísimo Mahoma; con un puñal en la mano, tamaño como un machete. Yo me quedé muerto. ¡Jesús María! exclamaron su madre y su abuela.

Volvimos en seguida; habíamos recorrido dos o tres cuadras y sólo habíamos encontrado cinco médicos que se prestaron con suma complacencia a nuestro llamamiento. Mi tía seguía agravándose por momentos. Su respiración era estertorosa y penosísima; a cada respiración, los carrillos, privados de resistencia, se dejaban destender pasivamente, después volvían a quedar laxos y flojos.

Volvimos a estrecharnos las manos en silencio, y aquella vez ambos cosa extraña por parte de Sarto, se descubrieron y permanecieron descubiertos hasta que desapareció a su vista el tren que me conducía.

La tromba subió hasta la cumbre, envolvió completamente la montaña, oscureció cuanto habíamos visto, reproduciendo la noche con sus grandes horrores, y vomitó sus cataratas de granizo menudo y dardos de agua sobre la cima que el sol acababa de dorar con sus lenguas de fuego. Todos volvímos al hotel y solicitamos el sueño.