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La esplendidez del paisaje tenía como embobados a los convidados de doña Manuela, a pesar de ser todos ellos gente poco susceptible de entusiasmarse ante cosas que no fuesen útiles. ¡Muy hermoso! exclamaba «la magistrada » . Yo he vivido en Granada cuando mi difunto estuvo en aquella Audiencia, y su vega no tiene comparación con ésta.

Y luego volvían fielmente a su memoria las proféticas palabras de un día lejano: «Demasiado tiempo he vivido fuera de la ley para que pueda esperar ahora volver a ella. Usted no quiere creerlo ahora, y es sincero; pero más tarde lo creerá usted, y será igualmente sincero.

Todos habían presenciado el despertar de la riqueza; habían tomado parte en él; era cosa suya; y más que la miseria, les atormentaba el sufrimiento moral de la desigualdad, la decepción de haber vivido en medio de una racha loca de la Suerte sin aprovecharse de ella.

Durante el año y medio, que tan rápidamente hemos recorrido, el Comendador había vivido, ya en Villabermeja, ya en la ciudad en casa de su hermano; pero más en la ciudad que en Villabermeja. El afecto hacia Clara le atraía á la ciudad; pero, como Clara andaba muy distraída en sus amores y era muy dichosa, no consolaba tanto las melancolías del Comendador como su rubia sobrina.

El corazón de Ester se entristeció á la idea de que todo había sido una ilusión, y que por vívido que hubiera sido su sueño, no podía existir un verdadero lazo de unión entre ella y el ministro.

Aunque no era tonta, se dejaba alucinar fácilmente por risueñas quimeras, como persona crédula y sin experiencia que había vivido siempre en el mayor desorden moral y económico, y ya le parecía estar viendo las talegas que entraban por la puerta, ganadas en la explotación de toda aquella caterva política que ya se llamaba carlina ya masónica.

Lo mismo que había vivido, haciendo frente a la desgracia, seguiría viviendo. Pero estaba la otra, la infeliz Feliciana, la mártir, que vivía tranquila con su padre el dañador, y a la que él había arrastrado fuera del hogar para que participase de su suerte. No podía abandonarla. Moribundo de hambre, se quitaría el pan de la boca para dárselo: su sangre le parecía poco para apagar su sed.

Yo no le he visto repuso el capitán , pero he conocido gente que ha hablado con él. Podría ser una persona del mismo nombre. ¿Del mismo nombre, del mismo pueblo y que hubiera navegado de piloto en el mismo barco?... Muy raro tenía que ser. , es verdad. Pero si hubiese vivido en Ilo-Ilo, le hubiese escrito a su madre.

Allá, en el fondo de su alma, cuando estaba a solas con su conciencia, y con el notabilísimo despejo y la serenidad imparcial con que ella lo miraba todo, hacía repetidas veces las sutiles reflexiones que trataremos de expresar aquí en el siguiente soliloquio: «Me lo tengo bien merecido. He vivido hasta el día desgobernada y muy a tontas y a locas.

El padre de don Jaime había sido un personaje poderoso, de los que dictan las leyes allá en Madrid; hasta había vivido en el palacio real.