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Dos voraces incendios, uno en febrero de 1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras partes de los edificios, entre los que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por las ruinas que aun llaman la atención del viajero. El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción.

De Guayaquil Reinoso habia salido, El cual por el Virrey allí mandaba; De Quito el que salió ha pretendido Mandar aquí, diciendo, que llevaba Del Audiencia poder, fué elegido: Así la cosa á tuerto se guiaba. Tengamos, dice, el uno aquí sosiego: El otro, dice, marchen todos luego.

¡Conque el tío Manolillo!... exclamó seriamente admirado Montiño ; esto es grave, gravísimo. ¿Y no os dijo, señor Gabriel, quién era su enemigo? No me lo ha dicho, pero yo lo . ¡Ah! ¿Y cómo lo sabéis vos? ¿Quién es en la corte un hombre que vale tanto como el duque de Lerma el de Uceda, ó el conde de Olivares? ¡Bah! hay muchos: el duque de Osuna. Está de virrey en Nápoles. El conde de Lemos.

Prófugo del presidio, hacía una semana que se encontraba en Lima; y desde su regreso no cesó de acechar en el templo al virrey, buscando ocasión propicia para asesinarlo. Aquella misma noche se encomendó la causa al alcalde don Rodrigo de Odría, y tanta fué su actividad que, ocho días después, el cuerpo de Villegas se balanceaba como un racimo en la horca.

En las alteraciones del orden en el Reino, fue nombrado Virrey, y después de haber procurado la paz se restituyó a su Iglesia, en donde murió en 12 de Diciembre de 1594.

Con gran pujanza el Virrey siguiendo Su derrota y camino comenzado: El indio guaraní se está riendo, Por ver que el aparato es escusado; Y en viendo al Español, tira huyendo De lejos, el motin haciendo usado: Don Francisco y su campo van marchando La vuelta del Perú ya deseando.

El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar por medio de un récipe. ¿Y bien, don Juan? le interrogó el virrey, más con la mirada que con la palabra. Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña Francisca. Y don Juan se retiró con aire compungido.

El virrey mandó imprimir y distribuyó entre los mineros del Perú la instrucción escrita por el autor del nuevo método. En todas partes fué objeto de prolijos ensayos que probaron mal, e hicieron ver que los provechos eran tan pequeños y aun dudosos, que no merecían la pena.

Viendo que no quería pasar adelante, volvió D. Alvaro y llevó al Duque, y llegando, se saludaron el uno al otro con mucho amor, y apartados de la gente hablaron un rato por una lengua que tenían consigo, y dende á poco se despidieron y se volvió el Virrey al campo y el jeque á su casa, questaba dentro en la isla, 10 ó 12 millas de allí, y dende á pocos días vino el Papa del Caruán.

Responder quería el arráez; pero no pudo el general, por entonces, oír la respuesta, por acudir a recebir al virrey, que ya entraba en la galera, con el cual entraron algunos de sus criados y algunas personas del pueblo. ¡Buena ha estado la caza, señor general! -dijo el virrey. -Y tan buena -respondió el general- cual la verá Vuestra Excelencia agora colgada de esta entena.