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Desnoyers salió de la estación de Orsay en un compartimiento de primera clase. Alababa mentalmente el buen orden con que la autoridad lo había arreglado todo. Cada viajero tenía su asiento. Pero en la estación de Austerlitz una avalancha humana asaltó el tren. Las portezuelas se abrieron como si fuesen á romperse; paquetes y niños entraron por las ventanas lo mismo que proyectiles.

El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún.

Basta de iglesias para el paciente lector. A propósito de Don Pedro el Cruel, es notable por su interes histórico y sus sombrías proporciones la casa ó palacio que habitara en Toledo aquel salvaje coronado. Es un edificio informe y pesado, que da la idea de los calabozos y causa cierto estremecimiento al viajero que conoce algo las viejas historias de la vieja España.

La niña, que en honor á la verdad no es corta de genio, montó á caballo, y á los cincuenta minutos estaba en plenas funciones. Nada le quedó por ver, incluso al ilustre viajero. A las cuatro horas de haber salido de Tayabas refrenó el caballo á la puerta de su Tribunal, en donde esperaban en sesión permanente, no solo las dalagas, sino que también las ñoras graves.

Aunque a D. Salvador le pareció que el que así viajaba no debía andar en cosas buenas, como estaba caliente por su ronquera adquirida inútilmente, al pasar a su lado, le dijo: «Buenas tardes le Dios. ¿Sabe que había sido sordo?». El viajero no contestó una palabra. «Cuando un cristiano habla, se le contesta», añadió don Salvador, sin obtener respuesta alguna.

Es la Maya como dicen los Vedas, es el velo de la ilusión el que, cubriendo los ojos de los mortales, les hace ver un mundo del cual no puede decirse si existe o no existe, un mundo que semeja a un sueño, a la radiación del sol sobre la arena, donde el viajero de lejos cree percibir un lago.

Al cabo el viajero llega delante de la colosal ruina del Castillo, enjambre de muros admirables, casi todos sin techumbre, de torres de diversas formas y estilos, de arcos, columnas, restos de estatuas y esculturas primorosas, curiosidades artísticas é históricas, patios diferentes, puentes destrozados, sótanos profundos, balcones y terrazas y laberintos de construcciones de todo género, abrumados por la exuberante vegetacion de árboles gigantescos, coronados de flotantes pabellones de yedra que parecen como la verde mortaja echada por la naturaleza sobre las maravillas del arte para impedir que el tiempo las devore y pulverice.... Donde quiera se ven asomar por entre el follaje de los árboles cien cabezas de mármol, esculturas ó construcciones atrevidas, y admirables relieves y frescos bajo las manchas de la hiedra invasora, como si quisiesen protestar contra el olvido, en nombre de los artistas que grabaron el sello de su inspiracion en cada baldosa, cada estatua, cada piedra y cada monumento de ese enjambre de monumentos que se llama el Castillo.

¡Cuánto más viva todavía debe ser la admiración que por el agua siente el viajero que atraviesa el desierto de piedras ó de arena, y que ignora si tendrá la suerte de hallar un poco de humedad en algún pozo, cuyas paredes están formadas con huesos de camello!

Todo ha cambiado de aspecto, y Lováina y Malínas, ciudades silenciosas y tranquilas, preparan el ánimo del viajero á la fuerte transicion que debe hacer pasando de Lieja á Gante ó Ambéres.

Ella es poco interesante hasta Bonneville, capital que fué de la antigua provincia de Faucigny, con 1,500 habitantes. Es allí donde, cerca de las montañas de Môle y atravesando por un hermoso puente el Arve para remontar su márgen izquierda hasta Cluses, el viajero comienza á contemplar de cerca las hermosuras de los Alpes.