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Otros soldados, los de caballería ulanos, cosacos, húsares, con uniformes verdes, grises, azules, galoneados de rojo y amarillo; con morriones de hule y piel de carnero, quepis y gorros desmesurados , ensillaban los caballos y liaban los capotes apresuradamente.

Nunca enlanguideciera la fiebre aquellos ojos de azulada córnea; nunca secara aquellos fresquísimos labios la calentura que consume a las niñas en la difícil etapa de diez a quince. La imagen más adecuada para representar a Lucía, era la de un cogollo de rosa muy cerrado, muy gallardo, defendido por pomposas hojas verdes, erguido sobre recio tronco. Agobiaba el calor, cada vez más sofocante.

Si habrá venido a almorzar mi primo... Lo que es hoy me tiene que hacer un reconocimiento en toda regla, porque me siento muy mal... Que me ausculte bien, porque este corazón parece un fuelle roto. ¿Será esto un fenómeno puramente moral? Puede ser. Ya veo yo el remedio... ¡Pero qué verdes están las uvas, qué verdes!

Pero á Lázaro antojábasele un sombrío edificio, gigantesco sepulcro de vivos, de altísimas y negras paredes, de gruesos é inaccesibles torreones, con un gran foso lleno de aguas cenagosas y verdes, con largas filas de mazmorras, de las cuales la más lóbrega y subterránea era la suya.

Y evocaba el recuerdo de las campiñas de Levante, las vegas de Valencia y de Murcia, siempre verdes, pobladas como ciudades, viéndose de cada pueblo los campanarios de otros lugares vecinos; teniendo cada campo su vivienda rústica, y en ella una familia tranquila, y bien alimentada, sacando su alimentación de pedazos de terreno tan pequeños, que él, en su hipérbole andaluza, los comparaba con pañuelos de bolsillo.

Aquel enjambre de proyectiles é instrumentos de muerte, en medio de tanta verdura artificial, de tantas flores y perfumes, y árboles frutales, y fuentes de aguas saltadoras, y puentecitos rústicos, y estatuas y arcos y muros abrumados de enredaderas y pámpanos; aquellas fortalezas y fragatas amenazantes, en presencia de un golfo bellísimo y bajo un cielo admirable de oriental hermosura; aquel silencio traidor de tantas bocas de hierro y bronce, abiertas sobre las murallas y prontas á vomitar ondas de fuego sobre las verdes ondas del golfo, mientras que en la ciudad todo era bullicio y animacion mercantil; todo formaba un conjunto de contrastes que hacia meditar con tristeza ó reír de las locuras del mundo.

Los invita a bañarse haciéndoles pensar que no tiene media vara de fondo, y luego los estrangula miserablemente entre sus aguas verdes. No se hallarán dentro náyades de celestial hermosura quebrando al nadar con sus brazos de alabastro los frágiles cristales, ni saldrán de noche a jugar sobre su linfa las graciosas ondinas, de cabellera blonda.

Imaginaos aquella amplia cocina con la gente a punto de acabar sus tareas, antes de marcharse a acostar; el enorme puchero negro, lleno de remolacha y patatas destinadas al ganado, humeando sobre un inmenso fuego de leña que se consumía formando tulipanes de oro y púrpura; los platos, las escudillas y las soperas reluciendo como soles en el vasar; las ristras de ajos y de cebollas bermejas colgadas en hilera de las obscuras vigas del techo, entre los jamones y las lonjas de tocino; Juana, con su papalina azul y su faldilla roja, agitando lo que contenía el puchero con un cucharón de madera; los jaulones de mimbres, en los que cacarean las gallinas con el rubio gallo, que pasa la cabeza entre los barrotes y mira la llama con ojo interrogante y la cresta caída encima de la oreja; el dogo Michel, de cabeza aplastada e hinchados carrillos, husmeando una escudilla olvidada; Dubourg, bajando la obscura escalera que cruje, a la izquierda, inclinado hacia adelante, con un saco sobre el hombro y el brazo arqueado, apoyado en la cadera, mientras que fuera, en medio de la negra noche, el anciano Duchêne, de pie en el carro, levanta la linterna y grita: «Este hace quince, Dubourg; faltan todavía dosTambién se ven, colgados de la pared, una liebre vieja y rubia, traída por el cazador Heinrich para venderla en el mercado, y un hermoso gallo, cuyas plumas tenían visos verdes y rojos, con el ojo empañado y una gota de sangre en la punta del pico.

La bestia de combate acorazada de rojo, armada de uñas corvas y tenazas de tortura, guerrero implacable de las verdes cavernas submarinas, jamás se había unido con el pez gracioso, ligero y débil que movía la cola de su túnica rosada y plateada en las aguas transparentes.

Clementina estaba con el brazo levantado y amenazador, la cara descompuesta por la rabia, los ojos verdes de bilis, los dientes apretados y crujientes. Herminia tuvo miedo de que la atacase una congestión y muriese allí, herida por ella, á la que, en suma, había servido hasta entonces de madre.