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Y como había leído muchas veces la Odisea, y recordaba sus episodios y los nombres de sus personajes, pensó Bonis: «Los cerdos y los perros que encontró Ulises al volver a Ítaca, en la mansión de Eumaios, allí estaban; pero Eumaios, el que guardaba los cerdos de Ulises, no estaba; no le había.

Ulises vió señoras vestidas de blanco haciéndose abanicar, tendidas en sillones, por sus pequeños pajes chinescos; vió militares bronceados y enjutos, con aspecto enfermizo, que parecían galvanizados por la guerra que los arrancaba á la siesta asiática, y niñas, muchas niñas, contentas de ir á Francia, el país de sus ensueños, olvidando en esta felicidad que sus padres marchaban tal vez á la muerte.

Todos los tipos del vigor humano habían surgido de la raza mediterránea, fina, aguzada y seca como el sílex, haciendo el bien y haciendo el mal siempre en grande, con la exageración de un carácter ardiente que desconoce la medida y salta de la doblez á los mayores extremos de generosidad. Ulises era el padre de todos, el héroe cuerdo y prudente, y al mismo tiempo malicioso y complicado.

Con la sonrisa beatífica de los fumadores de opio, aceptaba la caricia turbadora de sus labios, el enroscamiento de sus brazos, que le oprimían como boas de marfil. ¡Ulises! ¡dueño mío!... Los minutos que me separo de ti me pesan como siglos. El, en cambio, había perdido la noción del tiempo. Los días se embrollaban en su memoria, y tenía que pedir ayuda para contar su paso.

Marchaba delante la doctora, consultando las páginas de su Guía. Aún guardaba el mal humor que le habían producido las palabras del guardián. Ulises, á sus espaldas, se aproximaba á Freya, atraído por el recuerdo del contacto anterior.

Ella comprendió la extrañeza del capitán al encontrarla en país enemigo; la inquietud que sentía por él mismo al ver á una espía en su buque. Miró en torno para convencerse de que estaban solos, y habló en voz baja. La doctora le había enviado á Francia para que «trabajase» en los puertos. A él solo podía revelar el secreto. Ulises se indignó ante esta confidencia.

Aquel prelado casi infantil no podía ser otro que César Borgia, nombrado arzobispo de Valencia, por su padre el Papa, cuando tenía diez y seis años. Un día que estuviesen libres examinarían con detenimiento el retrato... Y Ulises, bajando la cabeza, sintió que se le atragantaban los bocados.

Una tarde lluviosa, Ulises, al volver al buque, dió orden de que buscasen al segundo, mientras sacudía su impermeable en la entrada de las cámaras. La rada estaba obscura, con olas espumosas, cortas y gruesas, que saltaban como carneros. Los acorazados echaban humo por sus triples chimeneas, prontos á hacer frente al mal tiempo con las máquinas encendidas.

Uno sólo puede escaparse y llevar á Ulises la noticia de lo sucedido. Ulises se acerca entonces para desvanecer el encanto: una voz que sale de un árbol le dice que se guarde de los artificios de aquella mujer astuta, y Mercurio baja del cielo y le ofrece una flor, que ha de anular todas las artes mágicas.

Su primo Joaquín Blanes, dueño de una fábrica de géneros de punto, le instó repetidas veces á que siguiese su ejemplo. Debía quedarse en tierra y emplear su capital en la industria catalana. Ulises era del país, por su madre y por haber nacido en la vecina tierra de Valencia. Se necesitaban hombres de fortuna y energía para que interviniesen en el gobierno.