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Todavía mis ojos cuentan uno por uno sus palacios y casas principales, y descollando sobre todas, la de Dios, la Catedral. Pues con ser muchas y grandes estas maravillas que usted vio, aun pueden verse más y mayores. Buena ocasión de ello tiene usted ahora, porque el observatorio está menos lejos de aquí que de Tablanca, y yo me brindo con mucho gusto a servirle a usted de guía.

Hubo temores de que no pudiera llegar a Tablanca por sus pies, y se buscaron atajos para llegar cuanto antes. Cómo llegaron, al fin, Neluco y el enfermo, ya lo habíamos visto nosotros.

Y en feneciendo este último Ruiz de Bejos, y en cerrándose la casona o pasando a dueños desconocidos, ¿qué sería de Tablanca ni qué vivir el suyo, sin aquel arrimo, tan viejo en el valle como el mismo río que le atravesaba? Por eso se alegraba él tanto de mi venida. Bien podía ser permisión de Dios.

Chisco era buen compañero para andar por donde yo andaba con él; también Pito Salces, pero no tan «amañau» como el otro «pa el autu de rozasi con señores finus». Si Chisco fuera de Tablanca como era de Robacío, no habría nada que pedirle.

En aquel pedacito de tierra, limitado por los sauces, se sepultan desde tiempo inmemorial los muertos de la casona de Tablanca. Al emprender yo la subida a ella con las personas que me habían acompañado en la bajada y algunas más, se despidió de el Cura «hasta la tarde».

Desde que le había conocido, poco más que de vista, en casa de mi tío, sentía yo gran deseo de echar un párrafo a mi gusto con el médico de Tablanca; porque se me antojaba que en aquel mozo había más «cantera» de la que se halla en el tipo usual y corriente de los hombres de su edad y circunstancias. Y resultó la cantera a los primeros desbroces; a flor de tierra, como quien dice.

Así se hizo al alborear el nuevo día. Los nombres de los expedicionarios eran los mismos que me había dado Facia pocas horas después de haber salido de Tablanca la expedición. A Chisco, que no estuvo presente en «las juntas», se le dio por «conforme», y se le avisó con las debidas precauciones para no alarmar a su amo.

Como esto fue lo primero que me impresionó al llegar a Tablanca, lo primero sale a relucir en esta cadena de recuerdos de aquellos días y sucesos; pues al dar la preferencia a la memoria de los más gratos, por otro eslabón bien diferente hubiera comenzado.

Enseguida, vuelta a repetirme la hija lo que ya me había dicho, y también la madre, y también el Cura y don Pedro Nolasco y cuantas personas habían hecho en Tablanca conversación conmigo: que «aqueyu» no era Madrid; que se me vendrían los montes encima, y que avezado a tratar con señorones mundanos, y puede que con marqueses y con príncipes, los aldeanos de Tablanca habían de parecerme «jabatus», pero que si miraba bien por las dos caras uno y otro... ¡ay, y cómo se alegrarían ellas y todos los allí presentes y los vecinos del valle de punta a cabo, y hasta las estrellitas del cielo, de que viera yo las cosas como podían y debían de verse!

Esto no pasaba en Tablanca, donde no se sentía una mosca, ni tenían entrada aquellos personajes más que con su cuenta y razón. Daba gusto aquella hermandad de unos con otros, y aquel ayuntamiento sin deudas, y aquel vecindario sin hambre y bien vestido. Pues toda esta ventura acabaría con don Celso, si yo no me animaba a recoger los frenos que él soltaría de sus manos al pasar a vida mejor.