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Se maravillaba de que hubiera habido tales escenas; y sobre todo, de que se hubiera dejado inducir á casarse con él. Consideraba eso el crimen mayor de que tuviera que arrepentirse, así como haber correspondido á la fría presión de aquella mano, y haber consentido que la sonrisa de sus labios y de sus ojos se mezclara á las de aquel hombre.

Los tres se acercaron a la cama. El rostro blanco como un mármol parecía mirarlos con sus ojos vidriosos, medio cerrados, en los labios una sonrisa extática.

Mientras duraron nuestros ruegos, la hermana San Sulpicio mostraba en los ojos una inquietud ansiosa; sus labios rojos temblaban de anhelo. Cuando la superiora dio al fin la venia, todo su cuerpo se estremeció y una sonrisa de dicha iluminó su rostro expresivo. Pero nos faltaba lo más difícil: convencer a la hermana María de la Luz.

Yo ahogaré en mi pecho el grito de inmensa felicidad que al volverla á ver de nuevo el amor me arrancará. Yo la dejaré camino viéndola, triste, pasar sin pedirle una sonrisa que calme mi ardiente afan.

»Al contemplar yo esta mañana a Magdalena adornada de esa suprema belleza que los últimos fulgores de la vida prestan a los moribundos, pensaba: » ¡Oh! esa belleza, esas miradas y esa sonrisa iluminadas por un amor profundo, todo eso, ¿no es el alma?... ¿Y acaso puede morir el alma? »Y no obstante, Magdalena morirá.

Su fisonomía es apacible y animada, su mirada benévola y su sonrisa bondadosa. La resignada es melancólicamente trivial: mirada apagada, sonrisa triste, modo de andar frío. A diez pasos y aun de más lejos se la conoce de una mirada.

Maquinalmente se aproximó al grupo de oficiales, y sus ojos volvieron á tropezarse con los de Martínez. Este vino hacia él con una sonrisa interrogante. Miguel comprendió que le había hecho un signo de llamamiento sin darse cuenta de ello, por un impulso de su voluntad, que parecía moverse completamente desligada de su razón. ¡Tanto peor!... ¡Adelante!

A pesar de esto, la juventud, con su fuerza primaveral, aún asomaba y florecía por entre estas ruinas de la antigua belleza, dando luz a sus ojos y encanto a su sonrisa.

Juventud... ¡juventud! murmuraba el viejo con una sonrisa de tolerancia. Y tenía que hacer un esfuerzo, recordar la dignidad de sus años, para no pedir á Argensola que le presentase á las fugitivas, cuya presencia adivinaba en las habitaciones interiores.

Bastaba la visión de una carne desconocida, una sonrisa, una ojeada, para que diese al olvido juramentos y compromisos. Se insultaba fríamente, y para aminorar su culpa, incluía en esta vergüenza a todos sus semejantes. «Nos consideramos muy hombres, y tenemos un alma de cortesana.