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Aquí, como testigos de la escena que estamos describiendo, se encontraba el Gobernador Bellingham, con cuatro maceros junto á su silla, armados de sendas alabardas, que constituían su guardia de honor. Una pluma de obscuro color adornaba su sombrero, su capa tenía las orillas bordadas, y bajo de ella llevaba un traje de terciopelo verde.

No hay aquí mucho trabajo, pero bueno es que sepa usted, amigo mío, ¡que aquí no se pierde el tiempo! Puede usted ordenar lo que guste... respondí, sentándome en una silla de ojo de perdiz, muy vieja y vacilante. Vendrá usted a las ocho de la mañana, en punto, como ahora. A las ocho... ¿me entiende usted? ¡En punto! Saldrá usted a la una, hora de ir a comer.

Pues debo confesar la verdad. Me han robado el cuadro y no puedo devolvérselo. ¡Desgraciado de Vd.! ¿Qué ha hecho? dijo el caballero. ¿Sabe Vd. que es un cuadro que vale diez mil 65 duros? ¡Pobre de ! haga Vd. lo que quiera, pero no puedo darle el cuadro; me lo han robado. El caballero se dejó caer en una silla desesperado. Después de algunos minutos, dijo: ¿Cuánto dinero 70 puede Vd. darme?

El duque, mi señor y marido, aunque no es de los andantes, no por eso deja de ser caballero, y así, cumplirá la palabra de la prometida ínsula, a pesar de la invidia y de la malicia del mundo. Esté Sancho de buen ánimo, que cuando menos lo piense se verá sentado en la silla de su ínsula y en la de su estado, y empuñará su gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche.

Era campechana, servicial y sencilla hasta la simpleza, pero en sus negocios de prendera y prestamista mostrábase inflexible y astuta como pocas. Acérquese un poquito si ha concluido de tomar su grosella. D.ª Rafaela trasladó su silla cerca de la joven y en seguida se pusieron a departir amigablemente en voz baja.

Tal canonjía realizaba las aspiraciones de toda su vida, y no cambiara Thiers aquel su puesto tan alto, seguro y respetuoso por la silla del Primado de las Españas. Amargaban su contento las voces que corrían en aquel condenado año 68 sobre si habría o no trastornos horrorosos, y el temor de que la llamada revolución estallara al fin con estruendo.

Pocos días después de aquella conversación que me había hecho penetrar hasta la intimidad de un espíritu en el cual era la originalidad más real haber seguido estrictamente la antigua máxima de conocerse a mismo, una silla de posta se detuvo en el patio de Trembles.

Yo a horcajadas en una silla, o puesto un pie en el travesaño. Ella, escuchándome cariñosa; yo, bañado en la luz de sus rasgados ojos. A las veces, si algún ruido nos anunciaba que tía Pepa venía, sin motivo, sin saber por qué, nos despedíamos de prisa, y salía yo con rumbo a los barrios más distantes. Volvía yo a la hora del desayuno.

Tenía una vaga idea de que debía contar con la benevolencia de ellos. Abrió la puerta enteramente para dejar pasar a Dolly; sin embargo, no le devolvió su saludo más que haciendo adelantar la silla algunas pulgadas para indicarle que podía sentarse.

Mas al tropezar sus dedos con la tersa frente de la criatura quedó súbito paralizado. Sus grandes ojos opacos brillaron con extraño fulgor. Incorporose vivamente y se llevó ambas manos a las sienes como si temiera que por allí fuera a salir algo grave y terrible que convenía tener encerrado. Se alzó de la silla y comenzó a dar agitados paseos por la estancia.