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Y el Señor Rey, que gustaba como nadie de la pompa y del aparato, salía con frecuencia en público formando con su lujoso y raro acompañamiento una procesión admirable. No semejaba el monarca portugués, príncipe de Europa, sino déspota oriental, soberano de cuentos de hadas o de Las mil y una noches, merced al brillo y al lujo que le circundaban.

Las amigas de la madrina y de las damas protectoras del joven presbítero se habían ido quedando detrás, formando en torno suyo un grupo pintoresco, mientras el resto de la gente desfilaba por las dos puertas de la iglesia. Un rayo de sol vino a dar sobre el preste: las ricas vestiduras de tisú de oro despidieron vivos destellos; su hermosa cabeza rubia semejaba la de un querubín.

El mancebo, con su bigote blondo, su pelo rubio, su tez delicada y sanguínea, el brillo de sus galones que detenían los últimos fulgores del astro, parecía de oro; y la muchacha, morena, de rojos labios, con su pañuelo de seda carmesí, y las olas encendidas que servían de marco a su figura, semejaba hecha de fuego.

Todo lo sabe, todo lo dispone La santa y hermosisima doncella, Que admiracion como alegria pone. Preguntele al parlero, si en la bella Ninfa alguna deidad se disfrazaba, Que fuese justo el adorar en ella. Porque en el rico adorno que mostraba, Y en el gallardo sér que descubria, Del cielo, y no del suelo semejaba.

El carruaje, cómodo y anticuado, llevaba en las portezuelas corona condal; el cochero y el lacayo, como haciendo juego con el portero, tenían facha de cantores de iglesia, y la dama, siempre enlutada, con trazas de poco limpia y gesto uraño, semejaba una sacristía hecha mujer.

Este pecho, dos ojos negros rasgados que suaves y muelles de amoroso fuego brillaban, las mexillas animadas en púrpura con la mas cándida leche mezclada, una nariz que no se semejaba á la torre del monte Libano, sus labios que así se parecian como dos hilos de coral que las mas bellas perlas de la mar de Arabia ensartaban; todo este conjunto en fin persuadió al viejo á que se habia vuelto á sus veinte años.

D. Mario de la Costa, a juzgar por su palidez, estaba rezando en aquel momento el credo, preparado a morir cristianamente. Alargó al jefe de la familia su mano temblorosa y fría, y preguntó con voz que semejaba un estertor: ¿Cómo está usted?

, la conozco bien respondió la vieja con voz lúgubre, que semejaba la de un aparecido. Como se han criado juntas, ¿verdad? , nos hemos criado juntas volvió a responder el aparecido. ¿Cuándo os habéis separado? Nos separamos hace treinta años. Y es muy rara, ¿no es cierto? Muy rara. Pormenores de las rarezas de su prima no fue posible sacárselos.

Ramiro se sentaba de costumbre sobre uno de ellos, y pasaba las horas largas mirando hacia afuera, con el codo apoyado en el alféizar. Una de las ventanas, la que abría hacia el nordeste, dominaba casi todo el caserío. Desde aquella altura, Avila de los Santos, inclinada hacia el Adaja y ceñida estrechamente por su torreada y bermeja muralla, más que una ciudad, semejaba gran castillo roquero.

Sobre la hacanea torda en que iba y sentada sobre blandos cojines en elegantísimo sillón o jamugas, semejaba una emperatriz en su trono.