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En vano Carmencita hubiera hecho a gritos aquella pregunta desde la tronera de la casona. Salvador no hubiera cruzado el camino al alcance de su voz apesarada. Salvador estaba muy lejos de la paz gimiente del valle y del cantar ronco del Salia.

Doña Hermenegilda no era navarra. No podía haber escogido Salvador persona más a propósito para cuidar a un hombre tocado, como se sabe, del mal de batallas.

Y mientras ellas, que ya comenzaban á llamar la atención de los mozos de la huerta, asistían con pañuelos de seda nuevos, vistosos, y planchadas y ruidosas faldas á las fiestas de los pueblecillos, ó despertaban al amanecer para ir descalzas y en camisa á mirar por las rendijas del ventanillo quiénes eran los que cantaban les albaes ó las obsequiaban con rasgueos de guitarra, el pobre tío Barret, empeñado cada vez más en nivelar su presupuesto, sacaba, onza tras onza, todo el puñado de oro amasado ochavo sobre ochavo que le había dejado su padre, acallando así á don Salvador, viejo avaro que nunca tenía bastante, y no contento con exprimirle, hablaba de lo mal que estaban los tiempos, del escandaloso aumento de las contribuciones y de la necesidad de subir el precio del arrendamiento.

Don Salvador era de San Juan; en su juventud, como peón, había recorrido casi todo el territorio de la República conduciendo mulas de un punto a otro, a las órdenes de un capataz. Fue así como se encontró en Salta, donde entró a servir a un arriero viejo y conocido.

La que escogí para ser mi compañera es de tal condición... en fin, excuso de hacer su elogio, porque usted la conoce... a eso voy, Sr. D. Salvador. Ella estuvo en un tiempo bajo el amparo y protección de usted; usted le escribía desde Francia. ¡Ay! Cuando estuvo mala, le nombró a usted en sus delirios.

Es justamente la que forma la octava estación, donde el Salvador dijo a las mujeres de Jerusalén: «¡No lloréis sobre ; llorad sobre vosotras y vuestros hijosEstos hijos añadió la tía María dirigiéndose a fray Gabriel son los perros judíos. ¡Son los judíos! repitió el hermano Gabriel.

En medio de la senda, bajo la luz lívida del atardecer, Salvador, desorientado, inconsolable, murmuraba: Padece ella también la terrible psicastenia hereditaria...; es neurópata, con la monomanía del martirio...; está loca..., loca de remate.... ¿Y no la podré salvar?

Lorenzo no descansó en Estella. Aquella noche vio Salvador las calles Mayor y de Santiago atestadas de soldados, que se racionaban con pan y vino; habló con ellos y pudo notar que reinaba en la tropa buen espíritu, si bien su entusiasmo por la causa que empezaban a defender no era muy grande todavía. Lorenzo salió a media noche.

El alma de Salvador estaba de rodillas, afanosa y esperanzada, delante de aquel amanecer feliz. Carmen le había dicho: «Espera que yo descanse, espera que amanezca..., espera que salga el sol....» Y llegaba, por fin, la hora bendita, la hora soñada, la sublime hora....

Pero la Providencia, que nunca abandona al pobre, le habló por boca de don Salvador. Por algo dicen que Dios saca muchas veces el bien del mal. El insufrible tacaño, el voraz usurero, al conocer su desgracia le ofreció ayuda con una bondad paternal y conmovedora. ¿Qué necesitaba para comprar otra bestia? ¿cincuenta duros?