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Porque decía doña Juana: La honra de un esposo es un depósito tan sagrado, que no debe menoscabarse ni aun delante del confesor. La duquesa se confesaba directamente con Dios, y le pedía fuerzas para resistir al duque, que no cesaba en su porfía. Y Dios se las daba. Y cuenta que junto á doña Juana no había nada extraño que concurriese á defenderla.

Y lo original del caso estaba en que ella no protestaba ni en público ni en secreto, ni aun en lo sagrado de la conciencia, contra este proceder malévolo de su pueblo natal. Juzgábalo natural y lógico. No se le ocurría pensar que pudiera ser de otro modo. Sus ideas sociológicas no le aconsejaban todavía rebelarse contra el fallo de la opinión pública.

Ajústeme usted tales medidas, digo yo ahora; y perdónese lo vulgar de la frase. ¿Cómo compaginar que los poetas son la luz del mundo, nuestra guía y nuestro faro, y que son al mismo tiempo locos? Todo se entiende si consideramos la tal locura como frenesí divino, como furor sagrado que el estro infunde, clavando su aguijón agudo en el pecho del vate.

Sólo cuando Fayolle habló de quedarse otra vez con el caballo, le dijo con sorna: Por lo visto, ha encontrado usted quien las cuatro mil y quiere deshacer el trato, ¿verdad? Señor duque, juro a usted por lo más sagrado que no hay nada de eso.... Solamente que estoy seguro de que es como digo. Al banquero le acometió entonces oportunamente un recio golpe de tos.

Así que sus pensamientos se hubieron alejado del texto sagrado que se esforzaba en seguir religiosamente con la mirada y con los labios silenciosos, fue para agrandar el sistema de defensa establecido por ella contra la censura que las palabras de Priscila implicaban.

Arriba, en la parte más alta, había una hermosa efigie del Sagrado Corazón, y caía desde sus pies hasta abajo un gran paño de brocado recamado de terciopelo rojo, con estas palabras bordadas: Venite ad me omnes.

Las sillas eran de roble viejo, las cortinas de terciopelo viejo también, la alfombra más vieja todavía, la mesa de escribir un verdadero prodigio de vejez. Miguel sólo dos veces en su vida había visto este aposento sagrado y augusto para la familia.

Salió don Juan vestido de viaje, tomó un coche, apeose cerca de la calle de Don Pedro, y por fin llegó al portal de la casa en que vivía Cristeta. No arribó Ulises a la deseada Itaca, ni vieron los Magos el sagrado pesebre poseídos de tan honda emoción como la que él sentía.

Y la emperifollada madre de un alumno, cuya paternidad era dudosa, se paraba a menudo frente al templo de esta astuta vestal, contenta con adorar a la sacerdotisa desde lejos y sin atreverse a profanar su sagrado recinto.

Diferenciábase del vulgo de clérigos indios, pocos por demás, que por aquella época servían como coadjutores ó administraban algunos curatos provisionalmente, en cierto aplomo y gravedad como quien tiene conciencia de la dignidad de su persona y de lo sagrado de su cargo.