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Calló Salvatierra, y viendo que oscurecía, dio una vuelta, comenzando a desandar el camino. Jerez, como una gran mancha negra, recortaba las líneas de sus torres y tejados sobre el último resplandor del crepúsculo, mientras abajo perforaban su oscuridad las rojas estrellas del alumbrado. Los dos hombres vieron marcarse sus sombras sobre la blanca superficie del camino.

Besémonos y adiós. Besé las mejillas duras y rojas de Petrilla sobre las que, según me temo, algún patán de dulce charla había depositado ya algunos besos furtivos y sonoros. ¡Adiós, Juan! Hasta la vista señorita dijo Juan, riendo estúpidamente, lo que es un modo de demostrar emoción como cualquier otro.

Cuando Piola dió vuelta á la esquina, Rojas montaba ya en su caballo. Por un sentimiento atávico de centauro de estancia, se consideraba más fuerte y más seguro de este modo que á pie.

CAPÍTULO XIII. Los autos de D. Pedro Calderón. El pintor de su deshonra. La cena de Baltasar. El divino Orfeo. La vida es sueño. La serpiente de metal. 7 CAPÍTULO XIV. Francisco de Rojas. 43 CAPÍTULO XV. Continuación del examen de las obras dramáticas de Rojas. 73 CAPÍTULO XVI. Agustín Moreto y Cabañas. Sus obras serias. 93 CAPÍTULO XVII. Comedias de Moreto. 123 CAPÍTULO XIX. Matos Fragoso.

Salida de la Guardia de Rojas: á las 2 leguas se comenzó á costear el arroyo de Rojas, y

Lo único que persistió en ella, quitándole el sueño, fué la duda de si verdaderamente aquellas dos personas habían nombrado en su conversación á la señorita de Rojas. Y volvió á preguntarse muchas veces: «¿Qué tendrán esas gentes que decir de mi niña?...» Robledo pasó igualmente una noche agitada.

Rojas se mostraba sombrío, como si hubiese olvidado todos los sucesos de aquel día para no ver mas que la fuga de Elena. Crea usted que lo siento, don Manuel. Mi gusto hubiese sido remangarle las polleras, para con este rebenque... Y haciendo con una mano el mismo ademán que si levantase las faldas de Elena, iba explicando todo lo que su venganza se hubiese complacido en realizar.

La doctora se levantaba las faldas para evitar su contacto, lanzando al mismo tiempo risas nerviosas que disimulaban su terror. De pronto, Freya gritó, señalando con un dedo la base del antiguo altar. Una culebra de color de ébano, con el lomo moteado de manchas rojas, desenroscaba sus anillos sobre las piedras lenta y solemnemente.

Febrer veía saltar sobre las oquedades del gran peñón gris, sombreadas por el verde de las sabinas y los pinos marítimos, unos puntos de color, semejantes a pulgas rojas o blanquecinas, de incesante movilidad.

La fiera agitábase con aturdimiento entre las rojas telas, y apenas acometía a la muleta sentía el capotazo de otro torero atrayéndola lejos del espada. Gallardo, como si desease salir pronto de esta situación, se cuadró con el estoque alto, arrojándose sobre el toro. Un murmullo de estupefacción acogió el golpe.