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Imaginó luego que Rafaela se había vuelto loca: que los desdenes místicos de su hija habían perturbado su razón. Tal vez pensó también que la asidua lectura de libros malos e impíos había arrancado del alma de Rafaela las creencias cristianas que fueron su consuelo y la había inducido a tan horrendas abominaciones.

En extremo le pasmó el deseo concebido y formulado por Rafaela de poner término y corona a la larga serie de sus livianos amores con un amor puro, fiel y constante. No quiso el Vizconde perder la esperanza.

El Vizconde oyó con placer este en su sentir bello discurso, y le oyó también con asombro, porque apenas había hablado íntimamente con Rafaela desde que, en la aurora de la vida de ella y de él, tuvieron ambos frecuentes y encantadores coloquios en el famoso figón de Lisboa, llamado Retiro de Camoens.

Hasta que no vuelva mi madre ha de parecer como si no hubiese nadie en esta casa, sino yo y el señor Andrés. ¿Me has comprendido? Te he comprendido, y haré como lo dices contestó Rafaela. En seguida se marchó Juanita a pasar la tarde con doña Inés, según tenía por costumbre. Con gran devoción y serenidad leyó a su madrina no pocas devociones y rezos propios de la Semana Santa, en que estaban.

Su magnanimidad y su desprendimiento eran tales que siempre los ingresos resultaban para ella muy inferiores a los gastos y el auge de su fortuna distaba muchísimo de corresponder a sus triunfos. Los janotas que frecuentaban más a Rafaela, aseguraban que era toda ella corazón. De aquí que sus negocios económicos fuesen de mal en peor en Lisboa, donde llegó a tener mil desazones y apuros.

Este empeño no podía ser más natural ni más propio de las mujeres. ¿Cuántas de ellas no han soñado con traer o han traído, ya herejes o paganos al gremio de la cristiandad, ya desaforados criminales a una vida penitente, y ya a la templanza, a la paz y a las costumbres morigeradas a hombres crapulosos, jugadores y pendencieros? La tentación de Rafaela era difícil de vencer.

En estas cavilaciones hubiera persistido largo tiempo Rafaela sin atreverse a despedir a Arturito, a no ser porque ella tenía a veces crisis extrañas en el corazón y en la mente. Religioso fervor la dominaba. Iba a confesarse o tenía largos y piadosos coloquios con el Padre García, su director espiritual.

La única determinación firme que nacía de todo ello era la de despedir a Arturito, que ya le parecía insufrible. Pero Rafaela era la bondad misma y, antes de hacer la herida que consideraba indispensable hacer, preparaba bálsamos para curarla.

Tampoco hallaron noticia alguna. Las tinieblas más espesas seguían envolviendo aquel misterioso secuestro. El juez parecía desalentado. Ni las declaraciones de D.ª Rafaela ni las del cojo de Arganda arrojaban luz ninguna. Nueva pista no se presentaba. Mario llegó a las once de la mañana a casa de Rivera con el alma y el cuerpo deshechos.

En cuanto entraron Jacinta y Rafaela vieron a Juanín jugando en el patio. Llamáronle y no quiso venir. Las miraba desde lejos, riendo, con media mano metida dentro de la boca; pero en cuanto le enseñaron el tambor que le traían, como se enseñan al toro, azuzándole, las banderillas que se le han de clavar, vino corriendo como exhalación.