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El ahogo y el susto pasaron pronto. Todas las cosas volvieron al ser que tenían. El inglesito llegó a ser íntimo en casa de Rafaela. Don Joaquín concibió por él mucho más cariño que el que tuvo al gaucho, y casi estamos por afirmar que un poco más que el que tuvo a Arturito.

La sonrisa de D.ª Rafaela se hizo más benévola aún y más indulgente.

Veía al Pituso como si lo hubiera parido, y se había acostumbrado tanto a la idea de poseerlo, que se indignaba de que su suegra no pensase lo mismo que ella. Juntose Rafaela con su ama en la casa de Benigna, y helas aquí por la calle de Toledo abajo. Llevaban plata menuda para repartir a los pobres, y algunas chucherías, entre ellas la sortija que la señorita había prometido a Adoración.

La llamaban Rafaela, y por sus altas prendas y rarísimas cualidades la apellidaban la Generosa. Rafaela apenas tenía entonces veinte abriles. Era gaditana, y hubiera podido decirse que se había traído a Lisboa todo el salero, la gracia y el garabato de Andalucía. Yo la vi por vez primera, decía el Vizconde, en aquella plaza de toros.

Me han dicho que en su casa sigue todo como antes. Los mismos muebles, la misma criada Rafaela, y hasta el grajo, bien sea el mismo también, que por milagro de nuestro Santo Patrono vive aún, ó bien sea otro que le reemplazó á tiempo, y parece el fénix renacido de sus cenizas.

Entendía además el señor de Figueredo que Rafaela cantaba como un sabía o como un gaturramo, que son la calandria y el ruiseñor de por allí, y que en punto a danzar echaba la zancadilla a la propia Terpsícore.

Rafaela tuvo pronta y exacta noticia de cuanto había ocurrido, y su dolor fue muy hondo. Ella tendría sus defectos, pero no se puede negar que era leal y verídica, y que abominaba del embuste. Lo que había dicho a Arturito cuando le despidió era la verdad misma.

En suma, el Vizconde no quiso apurar hasta las heces el deleite de hablar aquella noche con Rafaela, exponiéndose a cansarla y a hartarla con la mera conversación, aburriendo, marchitando y hasta secando, en el alma de ella, el deseo que tal vez pudiera nacer de que la conversación dejase de ser término y llegase a ser medio y camino para mayores y más dulces intimidades.

Y retirada la Legación argentina, Pedro Lobo se marchó con ella, volviendo a Buenos Aires, para dar al dictador auxilio de más valer como soldado que como agente secreto. Rafaela sintió la partida de Pedro Lobo, pero como su carácter era tan alegre, logró consolarse pronto.

Por último, consultando el caso con Rafaela, y haciendo un esfuerzo de memoria, vino á recomponer el vocablo y á declarar que lo que su sobrino había pedido era economía. ¿Qué es eso, Rafaela? preguntó á su fiel criada. Y Rafaela contestó: Señora, ¿qué ha de ser? ¡Ajorro! No le hubo, sin embargo. La chacha Ramoncica echó aquel día el bodegón por la ventana.