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Como único refugio se ofreció a ellos la cartuja de Valldemosa: edificio sin bellezas arquitectónicas, sin otro encanto que el de su antigüedad medioeval, pero enclavado entre montañas por cuyas laderas se derrumban bosques de pinos, teniendo como suaves cortinas que amortiguan el ardor del sol plantaciones de almendros y palmeras, entre cuyo ramaje alcanzan los ojos la verde llanura y el lejano mar.

Cuando las grandes mareas alcanzaría hasta media legua, lamiendo las faldas de las colinas cubiertas de pinos que a uno y otro lado cerraban la cuenca. En la hora de bajamar el agua se retiraba por completo, dejando apenas un hilo estrecho y retorcido que corría por el centro.

Detrás del bosque de pinos, cuya corona sombría y silenciosa domina todo ese movimiento, se enciende un resplandor de oro; dentro de media hora la luna verterá sobre aquella escena su luz sonriente. Juan avanza a pasos lentos entre las tiendas; se detiene delante de la posada de la Corona y mira por la ventana.

-No me dieron a lugar -respondió Sancho- a que mirase en tanto; porque, apenas puse mano a mi tizona, cuando me santiguaron los hombros con sus pinos, de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los pies, dando conmigo adonde ahora yago, y adonde no me da pena alguna el pensar si fue afrenta o no lo de los estacazos, como me la da el dolor de los golpes, que me han de quedar tan impresos en la memoria como en las espaldas.

La maestra se aficionó a pasear por los bosques apacibles y silenciosos; quizá creía con Filomena que los balsámicos olores de los pinos hacían bien a su pecho, pues lo cierto era que su tosecita iba siendo menos frecuente y su paso más firme; quizá había aprendido la eterna lección que los pacientes pinos nunca se cansan de repetir a oídos ya atentos ya indiferentes; así es que un día dispuso una partida campestre hacia Selva Negra y se llevó a los niños consigo.

Pistolete, sin dejar sosegar los palillos, ha decidido regresar... Oyesele bajar por el bosque, siempre tocando... Y yo, tumbado sobre la hierba, enfermo de nostalgia, al oír el ruido del tambor que se aleja, creo ver desfilar entre los pinos a todo mi París... ¡Ah, París!... ¡París!... ¡París siempre!

En verano, cuando penetraba por la ventana abierta el aroma de los pinos y de las acacias y se veía sobre la mesa un vaso con flores, diríase que, en efecto, era aquello una casa de campo. Adornaban las paredes tres cuadros que Pomerantzev había llevado, así como un gran retrato de su hijo, muerto de difteria hacía mucho tiempo; todo esto daba a la habitación un aspecto muy agradable.

Esta madrugada, cuando empezaba a alborear, me despierta con sobresalto un tremendo redoble de tambor... ¡Rataplán, rataplán!... ¿Qué es esto? ¡Un tambor en mis pinos, y a tales horas!... ¡Qué cosa más extraña! Pronto, a prisa, me levanto y corro a abrir la puerta. ¡No veo a nadie! Cesó el ruido... De entre unas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndose las alas.

Estaba en efecto el camino encharcado, lleno de aguazales, y como había llovido por la mañana también, los pinos dejaban escurrir de las verdes y brillantes púas de su ramaje gotas de agua que se aplastaban en el sombrero de los viajeros. Julián iba perdiendo el miedo y un gozo muy puro le inundaba el espíritu cuando saludó al crucero con verdadera efusión religiosa.

De cualquier manera que fuese, ya corriendo a gatas por entre las ramas de los pinos o tumbado de espaldas contemplase las hojas que sobre él se mecían, para él cantaban los pájaros, brincaban las ardillas y se abrían las flores suavemente.