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La igualdad del terreno, que es perfectamente plano para el viajero, y la multitud de puentes secos, tunels y bosques de pinos en todo el trayecto, no permiten registrar de lejos el inmenso panorama de Lóndres.

Una vez que ha cumplido su deber, Juan vuelve la espalda al tiro; entra en el bosque, donde no se oyen gritos ni conversaciones, donde sólo el eco de los disparos rueda dulcemente por el aire. Se deja caer sobre el césped y dirige sus miradas a los pinos, cuyas finas agujas, bajo el sol del mediodía, lanzan reflejos como cuchillitos aguzados.

Cerca de la cabana de un carbonero vio Jaime a dos mujeres que marchaban apresuradas por entre los pinos. Eran Margalida y su madre. Venían de los Cubells, ermita situada en una altura de la costa, junto a una fuente que fecunda los abruptos peñones, haciendo crecer el naranjo y la palmera al abrigo de las rocas.

La seguía el joven con la mirada, al través de los pinos y los cipreses, viendo empequeñecerse aquel cuerpo soberbio de mujer fuerte y sana. En torno de él parecía flotar aún su perfume, como si al alejarse le dejara envuelto en el ambiente de superioridad, de exótica elegancia que emanaba de su persona. Vio Rafael aproximarse al ermitaño, ganoso de comunicar su admiración.

Pero... don Fermín se atrevió a decir Quintanar por lo mismo que soy cazador... conozco el peligro.... El árbol atrae el rayo.... Ahí arriba también hay laureles, el laurel llama la electricidad; ¡si fueran pinos menos mal! ¡pero el laurel!... ¿Qué quiere usted decir? ¿Que los parta un rayo a los otros? No ve usted que con ellos está doña Ana....

Pero al volver rico y triunfante para su castillo, en los agrios cerros y en el espeso bosque de encinas que hay entre Pinos y Alcalá, cayó en una celada que los moros, más de mil en número, le habían preparado, y allí murió combatiendo heroicamente contra ellos. La viuda de D. Jaime, que así se llamaba el muerto adalid, quedó como única señora y alcaidesa del castillo. Era su nombre doña Mencía.

Avanzó por el jardín, dejando á sus espaldas la «villa». Le pareció más grande al quedar abandonada, y que su silencio ceñudo é irritado equivalía á una protesta muda. «¿Para eso la habían construído, gastando tan enormes cantidades?...» Por la carretera inmediata se deslizaban tranvías y carruajes repletos de gente de Monte-Carlo que iba en busca de un pedazo de mar sonriente, de un grupo de pinos, de una altura panorámica.

Pero Correa casado con una cuñada de Colón, encontraba en la isla de Puerto Santo un madero labrado en la misma forma, además de varias cañas tan gruesas, «que en un cañuto de ellas podían caber tres azumbres de agua o de vino». Los vecinos de la islas de los Azores, siempre que soplaban recios vientos de Poniente o Noroeste encontraban en sus playas grandes pinos arrastrados por las olas.

Eran familias de Bilbao que bajaban del tranvía para ir á la orilla del mar. Un grupo de obreros pasaba, camino del chacolín, por entre un bosquecillo de pinos. Cantaban á gritos, excitados por la proximidad del mar, el «Boga, boga, marinero» de Iparraguirre y el coro del bardo vascongado sonaba de tal modo en el alma de la joven, que casi la hacía llorar.

Ella marchaba al mismo paso que yo, con una agilidad de campesina; en sus miradas se expresaba alternativamente la timidez, la audacia y el enfado. El día estaba gris, el mar lleno de bruma; el viento silbaba entre los árboles, agitando las hojas rojizas de las hayas que aun quedaban en las ramas y las copas negruzcas de los pinos. Grandes gotas de agua sonaban en la hojarasca seca.