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«Ajajá... Ahora verás dijo sonriendo cariñosamente, como el que se dispone a dar a la persona amada la sorpresa de un regalito . Esto, ya lo ves: es un puñal». Fortunata se estremeció como si la hoja fría le tocara las carnes, y se puso a dar diente con diente. «Lo compré hoy en la tienda de espadas de la calle de Cañizares. Aquí dice: Toledo, 1873. Es bonito, ¿verdad?

No entiendo lo que decís, huésped, en eso de ser y no ser vuestra criada la fregona. Yo he dicho bien añadió el huésped ; y si vuesa merced me da licencia, le diré lo que hay en esto, lo cual jamás he dicho a persona alguna. Primero quiero ver a la fregona que saber otra cosa; llamadla acá dijo d Corregidor. Asomóse el huésped a la puerta de la sala, y dijo: ¿Oíslo, señora?

Las Aliaga volvieron a la ciudad y al cabo de un año Carmen aceptó a José Luis Aguirre, aun cuando la persona de éste no coincidía con su secreto ideal... Pero al fin, menos apasionada que la pobre Laura, más resignada a la realidad del mundo y enseñada, además, por la verdad que parecían realmente encerrar los extraños temores y presentimientos de Zoraida, había cesado de cifrar esperanzas en el peligroso amor.

Había a veces ciento cincuenta ciudadanos que permanecían presos dos, tres meses, para ceder su lugar a un repuesto de doscientos que permanecían seis meses. ¿Por qué? ¿qué habían hecho?... ¿qué habían dicho? ¡Imbéciles!: ¿no véis que se está disciplinando la ciudad?... ¿No recordás que Rosas decía a Quiroga que no era posible constituir la República porque no había costumbres? ¡Es que está acostumbrando a la ciudad a ser gobernada; él concluirá la obra, y en 1844 podrá presentar al mundo un pueblo que no tiene sino un pensamiento, una opinión, una voz, un entusiasmo sin límites por la persona y por la voluntad de Rosas! ¡Ahora que se puede constituir una república!

También topé dijo el viejo , en una casa de posadas, en la calle de Tintores, al Judío, en hábito de clérigo, que se ha ido a posar allí, por tener noticia que dos peruleros viven en la misma casa, y querría ver si pudiese trabar juego con ellos, aunque fuese de poca cantidad; que de allí podría venir a mucha. Dice también que el domingo no faltará de la junta, y dará cuenta de su persona.

El cuarto de esta quinta que os detiene está deshabitado, y imposible en él vuestra salida mientras no juréis, con la seguridad que los bien nacidos empeñan palabras, y las firméis de vuestro nombre, no partiros de nuestra corte sin licencia mía, no revelar á persona estos secretos, y conjeturar por señas cuál de las tres primeras damas es la que en palacio os apetece amante

Admitióse la propuesta, y se acostó Su Excelencia por el suelo, porque estando en pié su cabeza era muy mas alta que las nubes; y nuestros filósofos le plantáron un árbol muy grande en cierto sitio que Torres ó Quevedo hubiera nombrado por su nombre, pero que yo no me atrevo á mentar, por el mucho respeto que tengo á las damas; y luego por una serie de triángulos, conexôs unos con otros, coligiéron que la persona que median era un mancebito de ciento y veinte mil piés de rey.

Sólo se goza realmente de él cuando se le dice al ser amado en todos los tonos y de todas las maneras posibles que se le ama... Lo que acabas de decir me parece un absurdo. Al mismo tiempo que nace en nuestra alma un sentimiento de simpatía hacia cualquier persona, nace el deseo de expresársela; y este deseo satisfecho, es el mayor de los placeres...

La secreta antipatía que inspira el acreedor manifestábase en el alma de Rubín en forma de un odio recóndito, nacido quizás del sentimiento de humillación que producen las deudas a toda persona de amor propio muy susceptible. El tal era Cándido Samaniego, hombre medio curial y medio negociante, en su trato afable, en sus negocios duro.

Todo ello era una miserable especulación de Fuejos el zapatero para tentar a su mujer; pero ¿cómo siendo Fuejos su amigo, de Bonis, y excelente persona, se había permitido aquella calumnia? ¿No sabía Fuejos que se murmuraba en el pueblo si él, Reyes, tenía o no tenía que ver con la tiple?... Y sabido esto, que debía saberlo, ¿iba a decirle a su mujer, a la de Bonifacio, que?... ¡Imposible!». «No, la mentira no era del zapatero; era de Emma; ¡pero entonces la gravedad del caso volvía a ser tanta como se lo habían anunciado los sudores!