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Faltaban pocos minutos para subir las gradas del patíbulo, cuando, por especial permiso de quien podía concederlo, entró en la estancia un hombre con un papel en la mano. Tomolo el sacerdote y pasando por el escrito los ojos, dejó enseguida caer los brazos a lo largo del cuerpo. ¿Es el indulto? preguntó Juan, sin miedo ni esperanza. No es una carta de tu madre. Te infundirá valor. Toma y lee.

Gracias, señor cura, gracias de todo corazón exclamé con un intenso acento de triunfo. Calma, calma... dijo el cura. Si su cerebro de usted se pone en ebullición, retiro el permiso... Una dulce sonrisa de Genoveva le tranquilizó. Y nos fuimos rápidamente a casa. Celestina tuvo mil trabajos para seguirnos a nuestro paso.

Amaury se había prestado a ello y le llevaba del jardín al lecho las flores que ella quería. ¡Papá! exclamó al ver al doctor. ¡No puede usted imaginarse cuánto le agradezco la sorpresa que Amaury, con el permiso de usted, me ha dado al devolverme el aire y las flores!

Hasta que repentinamente, pasados algunos meses, me dijo un día que encontraba mi proyecto muy bueno y muy santo, y que estaba dispuesto a prestarme los medios para realizarlo. Lo primero que se me ocurrió, como es natural, fue solicitar el permiso de mi padre. El P. Gil se opuso a ello. Me dijo que por entonces no era conveniente; más adelante ya veríamos.

El padre Mateu había conocido a Diógenes muy pequeñito, en el Colegio de Nobles, y enterado de que se hallaba moribundo en Zumárraga, pidió permiso al superior para ir a auxiliarle; negóselo este, temeroso de que en su edad avanzadísima le costara aquella obra de caridad la propia vida, mas el anciano instóle con tanto afán, suplicóle con tal ahínco, asegurándole con convicción tan profunda que Dios le había conservado ochenta y seis años sólo para aquello, que el superior no pudo menos de darle gusto.

Porque ella no quiso... Hoy, sin su permiso, vengo a buscarle a usted para que le quite de la cabeza... ¿Qué le he de quitar, hombre? Una idea dijo Relimpio, cuando ambos andaban aprisa por la calle. ¿Y cree usted que yo soy quitador de ideas?... Vamos a ver: ¿usted está en su sano juicio, o se ha mareado hoy? No, Sr. D. Augusto; hace tiempo que no me mareo. Ella no me deja.

No quiso escuchar razones; la increpó, la injurió y la arrojó de su cuarto a empellones. Jamás consentiría en darle permiso. Primero quisiera verla muerta, y aun la mataría por su propia mano.

Cuando llegamos a casa, al tiempo de separarnos, la hermana San Sulpicio me dijo: Oiga: ¿podría proporcionarme esa novela de que me hablaba? ¿La de Maximina? : pediré permiso a la superiora y al confesor para leerla. Creo que me lo concederán... Y si no me lo conceden, la leeré de todos modos, aunque me cueste una severa penitencia.

Núñez con astucia cambió en seguida la conversación. Las señoras dieron permiso para encender los cigarros y, con asombro de Elena, la condesa aceptó un cigarrito de tabaco turco que Narciso le ofreció. ¿Y dónde anda ahora Menelao, amigo Gustavo? preguntó con sonrisa insolente el vizconde de las Llanas. Núñez se turbó levemente y echó una rápida mirada de reojo a Elena.

Esto no le importa al lector, y, con su permiso, paso por alto los motivos. Recurrí a lo que yo considero como el remedio de todos los males: tomé la diligencia, y en busca de un argumento para una comedia, con la cual podría regocijarme y distraerme, visité la Auvernia y los Pirineos. Estos dos países son muy poco conocidos.